La noble intransigencia de José Martí.
Por Carlos Ripoll
En plegar y moldear está el arte político. Sólo en las ideas esenciales de dignidad y libertad se debe ser espinudo, como un erizo, y recto, como un pino.
José Martí
Peregrinó por el mundo con una lira, una pluma y una espada», dijo, de Martí, Enrique José Varona. «Cantó, habló, escribió, combatió; dejó por todas partes chispas de su numen, rasgos de su fantasía, pedazos de su corazón; pero en cualquier ruta, por todos los senderos, su vista estaba siempre fija en la estrella solitaria… Aquí está la nota profunda de su alma, y esto constituye la unidad perfecta de su vida. Martí poeta, escritor, orador, catedrático, periodista, agitador, conspirador, estadista y soldado no fue, en el fondo y siempre, sino Martí patriota. Para ver y abarcar desde un punto central la existencia accidentada de este grande hombre, nada es tan adecuado como considerar su labor política…»
Para Martí «el arte político» estaba en «plegar y moldear», pero, como parte de su definición, también advertía que era necesario, «en las ideas esenciales de dignidad y libertad», ser «espinudo, como un erizo, y recto, como un pino». Hay así en él dos prácticas que parecen opuestas, aunque en verdad son complementarias en todo político honrado: por el ejercicio natural de una se llega al acuerdo y al ajuste; en la otra la rigidez impide todo pliegue o desvío. El Martí político ofrece ejemplos maestros de ese «arte» de avenencias y arreglos. Sin embargo, en lo que tenía que ver con la «dignidad y libertad» fue siempre intransigente y obstinado, fiel a su apotegma, «espinudo, como un erizo, y recto, como un pino».
«Esas gentes de letras de espíritu tranquilo y pacífico no son llamadas a la rebelión. Como saben tanto, siempre confían el mandato de todas las cosas humanas a las ideas, y no suponen necesaria la fuerza bruta en ningún caso». Máximo Gómez.
La intransigencia de Martí se manifestó ante el esfuerzo de España por mantener a Cuba como colonia y ante el peligro de su anexión a los Estados Unidos. El Martí apóstol de la libertad y el Martí antiimperialista han sido bien estudiados, no así el que luchó contra la otra amenaza mayor que tuvo su gestión revolucionaria: la del grupo de cubanos que, al amparo de una tímida oposición a España, defendieron su presencia en la isla y combatieron los trabajos para librarla de su dominio. Ese aspecto de la actividad política de Martí es en las páginas que siguen motivo preferente de revisión y estudio, de su intransigencia ante lo que eran sus «ideas esenciales de dignidad y libertad», entendida la intransigencia, con su valor etimológico, como negativa a todo trato o transacción (de la misma raíz latina) cuyo debate o término resultaba vil o deshonroso para su patria o para su persona.
Evolución y revolución
Al terminar la presencia inglesa en La Habana, en 1763, no le fue difícil al cubano imaginar los beneficios que le traerían ciertos cambios en la administración española. Pero, con la independencia de los Estados Unidos y la revolución de Francia, y ante las costumbres subversivas que aparecían en la población, los temerosos gobernantes se aferraron al pasado e impusieron nuevas restricciones al país. Vinieron luego a aumentar la inquietud criolla las guerras por la liberación de Hispanoamérica por las que, desoyendo el sentido común que aconsejaba modificar su política en Cuba, las autoridades aumentaron aún más la represión, haciendo sólo concesiones menores que casi siempre imponían el progreso del mundo, y el crecimiento económico de la isla, y no la sabiduría o la justicia de la metrópoli.
El general Emilio Núñez. Fracasada la Guerra Chiquita, Martí le aconsejó que depusiera las armas, pero también le dijo: «Hombres como Ud. y como yo hemos de querer para nuestra tierra una redención radical y solemne impuesta, si es necesario, y si es posible, hoy, mañana y siempre, por la fuerza, pero inspirada en propósitos grandiosos»(Foto tomada de la revista Cuba y América, de mayo de 1898).
Tres caminos iba a tomar la inconformidad cubana: 1) el del rompimiento de todo vínculo con los españoles para crear una nación independiente, 2) el de unirse al impulso expansionista de los Estados Unidos y convertir la isla en parte de su territorio, y 3) el de obtener ciertas concesiones de España sin perder su tutela: fueron el separatismo, el anexionismo y el reformismo. El primer intento separatista se produjo en La Habana, en 1809, por un grupo de francmasones, dirigidos por Román de la Luz, tío de Luz y Caballero, hombre prominente y rico el cual, condenado a prisión y a destierro perpetuos, murió en la miseria en Madrid. También en La Habana, en ese mismo año, se llevaron a cabo una serie de conversaciones entre los primitivos anexionistas con un representante norteamericano, el taimado general James Wilkinson, de Kentucky, a quien envió con ese propósito el presidente Jefferson. Y en los esfuerzos de la clase acomodada cubana para lograr derechos iguales a la metrópoli, que se venían haciendo desde el siglo anterior inspirados por Francisco de Arango y Parreño, están las raíces del reformismo.
A partir de aquella época, y hasta mediados del siglo XIX, los partidarios de la independencia y los partidarios de la anexión dejaron huellas más o menos desafortunadas o gloriosas en la historia de Cuba. La actitud reformista, que es la que aquí interesa, mantuvo la esperanza de que las realidades económicas y sociales, junto a los cambios que se producían en el mundo, iban a convencer a España de la necesidad de modificar la administración de su colonia. A las gestiones de Arango y Parreño siguió, por el mismo camino, el proyecto de Constitución que preparó José Agustín Caballero para las Cortes de Cádiz, en 1812. Otro hilo en la historia del reformismo es la cátedra de Constitución que creó en 1820, en el seminario de San Carlos, el obispo Espada, y que ocupó el Padre Varela, al tiempo que también en la Universidad de La Habana empezaban los estudios de Derecho Político. Poco después Varela presentó en las Cortes, en 1823, otro proyecto, menos atrevido que el de su maestro Caballero, pero que también limitaba las facultades de los representantes de España en la isla, los que allí calificaba como «aventureros que van a hacer fortuna en corto tiempo sin considerar mucho de los medios que emplean ni la opinión de un pueblo a quien piensan decir adiós eterno y cuyos clamores nada temen…» Y también debe recordarse entre estos primeros pasos constitucionales de los reformistas, las «instrucciones» que preparó Claudio Zequeira, asimismo para los diputados cubanos de 1823, donde pedía que se incluyesen en la Constitución de España una serie de consideraciones especiales para el gobierno de la isla: quería que se creara una Asamblea Española Americana, un representante del monarca y un Consejo Consultivo de 44 miembros con sólo la cuarta parte nombrados por el gobernador —con razón este atrevido proyecto de Zequeira ha sido considerado como un anuncio de lo que después se llamaría el commonwealth.
En la década de los 60 el reformismo adquirió nuevas fuerzas: otra vez se pedían iguales derechos, como los de los peninsulares, para los cubanos, y representación en el Congreso español: un trato semejante al de Inglaterra con el Canadá. Bajo la orientación de José Morales Lemus el periódico El Siglo, cuyo lema era «Todo por la evolución, nada por la revolución», hizo inteligentes campañas en favor de sus ideas, como las hizo el Círculo Reformista, del conde de Pozos Dulces, como desde su destierro las pudo hacer José Antonio Saco, abogando también por Leyes Especiales para la isla y por un Consejo Colonial.
El Louvre, a la derecha, donde tuvo lugar el banquete en el que Martí condenó los acuerdos con España: «No consentiré jamás», dijo en su discurso, «que el goce altivo de un derecho venga a turbármelo el recuerdo amargo del excesivo acatamiento, de la fidelidad humillante, de la promesa hipócrita que me hubiese costado conseguirlo».
Pero ante los continuados fracasos de la vía pacífica, la insurrección de Yara planteó otra vez la fuerza como el medio adecuado para terminar con la opresión española. En estricta justicia, la posteridad no puede aplaudirle al anexionismo sus gestiones de entonces en favor de la incorporación de Cuba a los Estados Unidos, ni a los reformistas el haber restado fuerzas a los proyectos del separatismo, y hasta, quizás, haber demorado el levantamiento armado, pero sí tiene que agradecerles a los dos que, en general, al comprender el primero el carácter menos patriota de sus planes (y el egoísmo y la insolencia que movía al gobierno norteamericano), y al constatar los otros que nada concreto y permanente se iba a conseguir de los españoles con peticiones y acuerdos, su prestigio, y la mayor parte de sus fuerzas, se volcaran generosas en la revolución. Con Oriente como ejemplo, ayudado por sus amigos, Morales Lemus se propuso organizar la guerra en Las Villas y en Occidente, pero tuvo que huir por la persecución de los enfurecidos voluntarios de España. En los Estados Unidos actuó como Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario de la República de Cuba junto al presidente Grant, quien se negó a reconocer la beligerancia de los insurrectos. Agobiado por la pena de su infortunada gestión, al antiguo reformista cambiado en revolucionario se le agravó la enfermedad que padecía, la cual ni en sus últimos momentos le impidió continuar trabajando para procurarles armas y dinero a los rebeldes de la Isla. Poco antes le había escrito a un amigo: «Los ancianos, como yo, sufrirán sin esperanzas de gozar el resultado de sus sacrificios, pero morirán con la satisfacción de haber llenado sus deberes hacia la patria y las generaciones venideras».
El Zanjón y la autonomía
La Guerra de los Diez Años terminaba. El 8 de febrero de 1878, bajo la presidencia de Juan Bautista Spotorno, y siendo secretario Luis Victoriano Betancourt, la Cámara de Representantes de la República en Armas quedó disuelta. Dos días más tarde, en el Zanjón, Camagüey, se firmó la paz ante el general español Arsenio Martínez Campos. Diez años de guerra les había costado a los cubanos salir del total vasallaje en que los tuvo hasta entonces España. Convencido de que nunca llegarían las concesiones necesarias para la felicidad del país, Antonio Maceo se negó a aceptar el Pacto, e hizo la famosa protesta en los Mangos de Baraguá. La revolución se resistía a dejarse vencer, pero el cansancio de la guerra y la imprevisión hicieron nacer vanas esperanzas. Al referirse a ese acuerdo dijo tiempo después Martí: «La política es una resolución de ecuaciones. Y !a solución falla cuando la ecuación ha sido mal propuesta». El egoísmo y la soberbia de los españoles harían imposible resolver de manera permanente los problemas del país, y las consecuencias de los abusos y del mal gobierno de España no podían esconderse en un simple «olvido del pasado», como rezaba el acuerdo de 1878. Sobre el mismo asunto también dijo Martí: «Son tan radicales y esenciales las reformas que Cuba necesita, y lastiman todas ellas tan profundamente los intereses de los peninsulares que en Cuba habitan, y los que de ella viven en España, que pudieran ser estas benevolencias de ahora como esas brillantes hojas de estío, que nacen en los árboles después de largo invierno, para ser a poco arrebatadas por los vientos primeros del otoño».
Al terminar las hostilidades regresaron a Cuba o se incorporaron a la vida nacional numerosos emigrados y perseguidos políticos. Eran miembros de dos generaciones que se habían distinguido, o que se iban a distinguir, en la cultura o en la política. Sólo por vía de ejemplo cabe mencionar, por orden de edades, los siguientes: entre los mayores de 35 años en esa fecha: el historiador y bibliógrafo Antonio Bachiller y Morales; el maestro de Martí, Rafael María de Mendive; el poeta José Fornaris, de los Cantos del Siboney; el abogado reformista Nicolás Azcárate; el erudito de la filosofía en La Habana, José Manuel Mestre, compañero de Morales Lemus en el reformismo y en la emigración; José María Gálvez, agente de Céspedes en Nueva York y preso en Isla de Pinos; el crítico literario y biógrafo Enrique Piñeyro; el escritor costumbrista y por diez años soldado insurrecto, Luis Victoriano Betancourt; el presbítero y educador separatista Manuel J. Dobal… Y entre los que no habían aún cumplido 35 años: Manuel Sanguily, tribuno de la revolución, que terminó en la guerra con el grado de coronel; el poeta Diego Vicente Tejera; el orador Rafael Montoro; el periodista Juan Gualberto Gómez; el doctor en Filosofía y Letras Rafael Fernández de Castro; y José Martí.
No por edades, sino por ideas distintas de como resolver la limitación colonial, además de los que siguieron comprometidos con el anexionismo, otra vez los cubanos se dividieron en dos grupos: unos que confiaban en la libertad; y otros desconfiados de ella, los cuales, con el argumento de que el pueblo no tenía madurez para disfrutarla, abogaban por un período de prueba al amparo de España. Eran, de nuevo, los que defendían la revolución y los que defendían la evolución: los separatistas y los que entonces se llamarían «liberales» y después «autonomistas». En setiembre de 1878, con una dirigencia casi toda de intelectuales (letrados, escritores, médicos, maestros —Julián Gasié, José María Gálvez, Antonio Govín, Ricardo del Monte, Carlos Saladrigas, Joaquín Lebredo) se constituyó en Cienfuegos el partido autonomista. Bajo la presidencia de Gálvez, antiguo separatista, pronunció un discurso Rafael Montoro, en el que hablaba de «la libertad de Cuba con España», de la «unidad nacional» entre cubanos y españoles dispuestos a reconocer «por madre común a España…» Y aquel poderoso grupo político se dio a esperar por las buenas lo que sólo podía conseguirse con las armas. De los autonomistas dijo años más tarde el general Máximo Gómez: «Esas gentes de letras y de espíritu tranquilo y pacífico no son llamadas a la rebelión. Como saben tanto, siempre confían el mandato de todas las cosas humanas a las ideas, y no suponen necesaria la fuerza bruta en ningún caso…»
Montoro, Gálvez y Fernández de Castro. destacados autonomistas. Criticaron a España, pero también demoraron e hicieron más larga y cruenta la guerra que Martí quiso «generosa y breve», por lo que se produjo la ocupación americana, y sembraron el pesimismo en el alma nacional.
Podría encontrarse justificación al autonomismo, y a su temor respecto al futuro, al contemplar las dificultades y penas que sufrió el cubano para conseguir la independencia, y lo que padeció después en la República. Pero hasta prescindiendo de toda valoración moral y patriótica, en vista de la realidad de la historia y de la decadencia española que se hizo más evidente después de 1898, se concluye que el separatismo tenía razón. La fórmula para que la metrópoli tratara su colonia como Inglaterra trató al Canadá, partía de un silogismo falso: Cuba no era el Canadá, ni España Inglaterra, ni las medidas inglesas podían ya curar los males cubanos. Con toda la violencia y los sacrificios que entrañaba la revolución, y los peligros que se corrían al entronizar después de ella la libertad, Cuba necesitaba hacerse libre sin demora y por la fuerza: el Estado nacional no podía nacer en una libertad precaria, sino en la búsqueda misma de la libertad. Al prolongar la tutela de España hubiera surgido una nacionalidad débil y amorfa, aun más vulnerable a la codicia de los Estados Unidos de lo que fue a la inauguración de la República, y también más dada a los defectos y a los vicios que se heredaron de la colonia.
Deber y vida
En unos comentarios sobre la política europea dijo Martí: «Avergüenza la pequeñez de los hombres en los tiempos que corren: no ven la vida como un deber, sino como una casa de gozos». Era el 4 de febrero de 1882: unos meses antes había tenido que irse de Venezuela por resistir el capricho de un general despótico: ya lo querían y triunfaba con sus escritos en Caracas, y la mujer y el hijo iban a reunirse con él. No era una conducta nueva: de México se había marchado por el golpe militar que derrocó al gobierno liberal que él apoyaba, y comentó en una carta: «Con un poco de luz en la frente no se puede vivir donde mandan tiranos». Y también por cuestión de principios dejó Guatemala: un dictador arbitrario fue injusto con el amigo cubano que lo protegía: su único empleo era una cátedra, y su mujer estaba embarazada, pero le dijo al amigo: «Renunciaré aunque mi mujer y yo nos muramos de hambre…» Y abandonó el país que había cantado con singular cariño y fortuna. Otra vez se le imponía a la vida lo que creyó su deber.
Martí se acogió entonces al indulto proclamado en Cuba por el Pacto del Zanjón, y regresó a La Habana a fines de agosto de 1878. Allí trabajó en el bufete de Nicolás Azcárate, su compañero en la emigración de México. Las reformas prometidas por España habían reducido a un mínimo el interés por la independencia. Todas las esperanzas estaban cifradas en el arquitecto de la paz, el general Martínez Campos, «El Pacificador». Un mes antes de la llegada de Martí, buen número de prestigiosos cubanos le dieron un banquete en el teatro Tacón y, representando a los allí reunidos, le dijo en su discurso Pedro González Llorente: «…vuestra obra quedará aquí como sombra bienhechora.. el Pacto que habéis celebrado nos pone en condiciones normales de nuestro destino. En él ha muerto nuestra calidad de colonos…» Recordó luego el incumplimiento de las promesas de España en el pasado, y aludió a los derechos que faltaban, aunque sobre ellos advirtió, prudente, que querían «obtenerlos, usarlos y defenderlos por vías legales.. » Pero ya en la península el gobierno daba nuevas señales de su ceguera política y de su egoísmo: en el Parlamento se le llamaba al Zanjón «la paz maldita», y «el convenio deshonroso», y hasta se dijo allí que el acuerdo no había sido más que «una hoja de parra arrojada a la insurrección para tapar la vergüenza de su derrota…» Conocedor de la torpeza de sus ministros, al mes justo de haber firmado la paz; Martínez Campos le escribía al presidente del Consejo, Antonio Cánovas del Castillo: «… Se creía antes que el carácter de estos habitantes no era propio para la guerra; tanto el blanco como el negro han demostrado lo contrario. Las promesas nunca cumplidas, los abusos de todo género, el no haber dedicado nada al ramo de Fomento, la exclusión de los naturales de todos los ramos de la administración, y otra porción de faltas, dieron principio a la insurrección… Deploro ciertas libertades, pero la época las exige, la fuerza no constituye nada estable, la razón y la justicia se abren paso tarde o temprano. No bien aprueban ustedes los artículos de la capitulación, ya empiezan a poner cortapisas…» Ante la insistencia del general sobre la necesidad de las reformas, los ministros lo retiraron del cargo, y en enero de 1879 se fue de Cuba.
Facsímil de la carta de Montoro a Pirala: «El pueblo de Cuba en su inmensa mayoría no ha sido nunca, como no es hoy, revolucionario. Es demasiado inteligente para no comprender que la independencia sólo podría significar para él una serie de turbaciones y catástrofes…
Martí, al igual que Maceo, se dio cuenta de que, a la larga, España volvería a ser lo que siempre había sido, y se puso a conspirar activísimo con un reducido grupo de amigos. Fundaron el Club Central Revolucionario representando al Comité de Nueva York, con Martí de vicepresidente. A pesar de las protestas de su mujer y de los consejos y reproches de sus amigos, en medio de la general apatía, y hasta hostilidad, ante la revolución, apenas le alcanzaba el tiempo para ir del trabajo a su casa, a besar al hijo recién nacido, y volver al bufete para desde allí preparar el nuevo levantamiento. De Martí entonces se puede decir lo que años más tarde él escribió del patriota cubano José Cristóbal Morilla, conspirador también en aquellos días, con motivo de su muerte en Cayo Hueso: «…No era de los que creen que se echan mundos abajo con la mera opinión, ni que los pueblos se libertan, o mudan del vicio a la virtud, con el deseo perdido en el pecho ocioso; él, pulcro y tenaz, estaba en la obra siempre. Cuando todo se apagaba, allí estaba él, en su rincón de claridad. con el grupo glorioso de los incorregibles. Cuando su pueblo, como una caña loca, se plegaba a la tormenta, él, en el grupo de amigos, resistía como un roble. Para él, como para aquellos hombres todos, ni había quehacer superior al de libertar a su país, ni pasión que no domasen en su servicio. Fue siempre hermoso duelo el de España, con su isla corrompida al pie, y ese puñado de hombres. En las citas, Morilla era de los primeros: su voto, siempre el mismo, el de arrancar de raíz: su misa, los domingos, era la junta de los amigos que no se han cansado de servir a su patria…» Y así, en la mejor tradición del patriotismo cubano, Martí, también «pulcro y tenaz», que sabía que los pueblos no ganan su libertad «con el deseo perdido en el pecho ocioso», trabajaba, y ya para siempre, resistiendo «como un roble» en los momentos en que «su pueblo, como una caña loca, se plegaba a la tormenta…»
El conspirador y el desterrado
Con el crédito de su conducta y de su talento, para advertir a sus compatriotas del peligro de cualquier transacción con España, y en apoyo de sus planes revolucionarios, Martí no perdía ocasión para hablar en reuniones sociales y de cultura: el 21 de abril de 1879 un grupo de personajes representativos del autonomismo asistieron a un banquete que daba a sus amigos el periodista Adolfo Márquez Sterling, director del periódico La Libertad, que se celebraría en el piso alto de El Louvre. Aunque Martí estaba opuesto a los arreglos con España, y manifestaba su repudio por la política que los proponía, quizás con la esperanza de atraerlo a sus filas lo invitaron al acto. Después de algunos discursos, un amigo suyo pidió que hablara. Con cierta discreción, por no ofender a los presentes (Gálvez, Montoro, Govín, Saladrigas y Del Monte, entre otros autonomistas), pero con valentía, censuró a los que aceptaban sumisos las concesiones de España: «No consentiré jamás», dijo, «que en el goce altivo de un derecho venga a turbármelo el recuerdo amargo del excesivo acatamiento, de la fidelidad humillante, de la promesa hipócrita, que me hubiese costado conseguirlo… El hombre que clama vale más que el que suplica: el que insiste hace pensar al que otorga…» Y cuando llegó el momento de su brindis, sin mencionarla, recordó la guerra que acababa de terminar, de la que todos los cubanos debían estar orgullosos, y concluyó:
Si al sentir, si al hablar, si al reclamar no nos arrepentimos de nuestra única gloria y no la ocultamos como una pálida vergüenza, por soberbia, por digna, por enérgica, yo brindo por la política cubana. Pero si entrando por senda estrecha y tortuosa no planteamos con todos sus elementos el problema, no llegando, por tanto, a soluciones inmediatas, definidas y concretas… Si hemos de ser más que las voces de la patria disfraces de nosotros mismos; si con ligeras caricias en la melena, como de domador desconfiado, se pretende aquietar y burlar al noble león ansioso, entonces quiebro mi copa: no brindo por la política cubana…
Y, ciertamente, al pronunciar estas palabras, ante el asombro de todos, rompió en el suelo su copa…
No faltaron entre aquellos «timoratos» y «acomodaticios», como también Martí llamó en su brindis a los autonomistas, quienes corrieron a contarle lo sucedido al capitán general Ramón Blanco, que había sustituido en el cargo a Martínez Campos. Seis días después, con ocasión de un concierto de Rafael Díaz Albertini en el Liceo de Guanabacoa, el general se personó en el lugar porque Martí iba a hacer la presentación del violinista. No se retrajo el orador. Volvió al elogio de la Guerra de los Diez Años, condenó el Zanjón e insistió en que era la independencia el único camino honrado y útil para Cuba. Un testigo del acontecimiento contó que, al terminar, el gobernante les dijo a quienes lo acompañaban: «Quiero olvidar lo que he oído y pensar en que es un loco el que en mi presencia ha dicho cosas tan censurables, pero un loco muy peligroso…»
Martí siguió trabajando en la conspiración, entonces desde un nuevo bufete, y en el mes de agosto se produjo el levantamiento en Holguín, Gibara y Santiago de Cuba; luego se sumarían Baracoa, Tunas y Baire. Denunciado por los autonomistas, Martí fue preso el 17 de septiembre, frustrándose el alzamiento que desde su Centro se había preparado para Güines y La Habana. Con la autorización del general Blanco se le ofreció quedarse en Cuba si se comprometía a suspender sus actividades contra el gobierno; y él, aludiendo a los que habían podido comprar los españoles con promesas y premios, les contestó a quienes le llevaron la oferta: «¡Martí no es de la raza vendible!»
Poco después salió deportado hacia España, pero a principios de 1880 ya estaba en Nueva York ayudando a Calixto García, jefe supremo de aquel movimiento. Allí se preparaba una expedición para unirse a los insurrectos en la isla, ya también activos en Sagua, Remedios y Sancti Spiritus. Otra vez castigando a los que andaban en conversaciones con España dijo en su discurso del Steck Hall, el 24 de enero:
Adivinar es un deber de los que pretenden dirigir. Para ir delante de los demás se necesita ver más que ellos… No debe perderse tiempo en intentar lo que hay fundamento harto para creer que no ha de ser logrado. Aplazar no es nunca decidir… ¿Qué esperan esos hombres que afectan esperar algo todavía? Yo no he visto mejillas más abofeteadas; yo no he visto una ira más desafiada; yo no he visto una provocación más atrevida… ¿Qué afectan esperar, cuando con desdeñosa complacencia no perdonan sus dueños ocasión de repetirles que no cabe pedir allí donde se ha tener por entendido que no hay nada ya que conceder?… La libertad cuesta muy cara, y es necesario, o resignarse a vivir sin ella, o decidirse a comprarla por su precio… Los grandes derechos no se compran con lágrimas, sino con sangre…
Y refiriéndose también a los autonomistas y a su política, añadió:
¡Qué pobres pensadores los que creen que, después de una conmoción tan honda y ruda como la que ha sufrido nuestro pueblo, puedan ser bases duraderas para calmar su agitación, el aplazamiento, la fuerza y el engaño! ¡Qué políticos son ésos que intentan elevar a la categoría de soluciones… aspiraciones acomodaticias sin precedentes y sin probabilidad de éxito; que creen que los problemas de un grupo de rezagados, de arrepentidos y de cándidos, son los problemas del país; que en vez de poner la mano sobre las fibras reales de la patria, para sentirlas vibrar y gemir, cierran airados los oídos y se cubren espantados los ojos, para no ver los problemas verdaderos, como si el débil poder de la voluntad egoísta fuera bastante para apartar de nuestras cabezas las nubes preñadas de rayos!
Pero aquel empeño también fracasó. Los cubanos fueron fácilmente derrotados en la Guerra Chiquita. Al infortunio se había sumado la propaganda y la complicidad del autonomismo. Herminio G. Leyva, de la Junta Central de ese partido, fue comisionado por el general Blanco para convencer al brigadier Belisario Grave de Peralta, entonces en Holguín, y el primero que había tomado las armas, que se rindiera; y luego hizo igual gestión, por aquellos lugares, con otro insurrecto, con el coronel Luis Feria. Aunque los dos continuaron alzados durante algún tiempo, esas actividades conciliatorias desmoralizaron las tropas e impidieron nuevos brotes rebeldes. Y no fue menos dañina su campaña entre los emigrados: se les instaba a regresar, y hasta se tentó a los propietarios con la devolución de sus bienes y de las rentas acumuladas desde 1878, al terminar la guerra. Así fueron muy limitadas las recaudaciones en la emigración durante ese período revolucionario, y el general Blanco pudo decir, al fin de las hostilidades, que la ayuda de los autonomistas «había sido más eficaz que la de veinte batallones reunidos…»
Pero aún en octubre quedaban en la isla algunos patriotas alzados. Desde Las Villas Emilio Núñez le escribió a Martí consultándole si debía deponer las armas y Martí le contestó: «Hombres como Ud. y como yo hemos de querer para nuestra tierra una redención radical y solemne, impuesta, si es necesario, y si es posible, hoy, mañana y siempre, por la fuerza, pero inspirada en propósitos grandiosos…» Y sobre lo que él iba a hacer, y sobre lo que le recomienda a Núñez, le agrega en la misma carta:
Yo que no he de hacer acto de contrición ante el gobierno español; que veré salir de mi lado, sereno, a mi mujer y a mi hijo, camino a Cuba; que me echaré por tierras nuevas o me quedaré en ésta abrigando el pecho con el jirón último de la bandera de la honra; yo, que no he de hacer jamás ante los enemigos de nuestra patria mérito de haber alejado del combate al último soldado, yo le aconsejo como revolucionario y como hombre que admira y envidia su energía, y como cariñoso amigo, que no permanezca inútilmente en un campo de batalla al que aquellos a quienes Ud. hoy defiende son impotentes para hacer llegar a Ud auxilios.
Martí no regresó a Cuba: por quedarse en Nueva York se le rompió el hogar, pero volver constituía una traición a sus «ideas esenciales», que no es una la dignidad cuando hay esperanza y otra cuando hay que vivir sin ella. Más fácil era ser intransigente en la preparación real de la guerra, y en la guerra misma, que en la derrota: más en la acción y la palabra que en la espera y en el silencio, pero no tan noble. Y él sabía que «el verdadero hombre no mira de qué lado se vive mejor, sino de qué lado está el deber; y ése es el verdadero hombre, el único hombre práctico, cuyo sueño de hoy será la ley de mañana».
Martí antiimperialista
Por su condición de patriota, que es el que ama su tierra y quiere para ella todo género de bienes, y la protege contra toda posible desgracia, Martí no sólo se opuso al gobierno de España y a los que la ayudaban, sino también a los que, para librarla de su infortunio colonial, proponían soluciones ruines o imprudentes. Por afectar asimismo el mundo de sus «ideas esenciales de dignidad y libertad», Martí fue siempre «espinudo, como un erizo, y recto, como un pino», con los que proponían la entrega de Cuba a los Estados Unidos. Hay en su biografía una bien documentada trayectoria frente a ese peligro. Desde muy joven, y no ajeno a la más pura tradición cubana de recelo ante la América del Norte —que iba de Arango y Parreño a Varela, a José Antonio Saco y Domingo del Monte— Martí dejó constancia de semejantes reservas. Había dicho Arango y Parreño en su mensaje a las Cortes de Cádiz, en 1811: «…Vemos crecer, no a palmos, sino a toesas, en el Septentrión de este mundo, un coloso que se ha hecho de todas las castas y lenguas, y que amenaza ya tragarse, sino nuestra América entera, al menos la parte del norte; y en vez de tratar de darle [a Cuba] fuerzas morales y físicas, y la voluntad que son precisas para resistir tal combate; en vez de adoptar el único medio que tenemos de escapar, que es el de crecer a la par del gigante, tomando sus mismos alimentos, seguimos en la idolatría de los errados principios que causan nuestra languidez…»
Entre otras manifestaciones, la intención expansionista de Norteamérica se había hecho, y se hizo después, evidente, en las palabras y manejos de los presidentes Jefferson, Madison, Monroe y Buchanan; y de los Secretarios de Estado, John Quincy Adams, Daniel Webster, Henry Clay y William Seward. Así Martí, aún estudiante del Instituto de La Habana, escribió esta nota sobre la diferencia entre los norteamericanos y los cubanos, por lo que era necesario repudiar la unión con los Estados Unidos: «… Los norteamericanos posponen a la utilidad el sentimiento. Nosotros posponemos al sentimiento la utilidad». Y enseguida advertía del peligro de imitar sus maneras y sus leyes, las cuales le habían «dado al Norte alto grado de prosperidad, y lo han elevado también al más alto grado de corrupción: lo han metalificado para hacerlo próspero».
La lucha de Martí contra España, y su apuro por iniciar la guerra y lograr la independencia, sólo pueden entenderse en función de sus temores de que, con el lastre del dominio español, Cuba sería cada vez más fácil presa del imperialismo norteamericano, siempre alentado por los bajos o ciegos intereses de sus compatriotas anexionistas. A éstos así los describía en su carta del 20 de julio de 1882, a Máximo Gómez: «…. En Cuba ha habido siempre un grupo importante de hombres cautelosos, bastante soberbios para abominar la dominación española, pero bastante tímidos para no exponer su bienestar personal en combatirla. Esta clase de hombres, ayudados por los que quisieran gozar de los beneficios de la libertad sin pagarlos en su sangriento precio, favorecen vehementemente la anexión de Cuba a los Estados Unidos… Así halagan su conciencia de patriotas, y su miedo de serlo verdaderamente. Pero como esa es la naturaleza humana, no hemos de ver con desdén estoico sus tentaciones, sino de atajarlas…» Y el mismo temor lo acechaba cuando terminó la Conferencia Internacional Americana de Washington e iba a empezar su campaña definitiva por la libertad de Cuba, por lo que dijo en el prólogo de sus Versos Sencillos: «Mis amigos saben cómo me salieron estos versos del corazón. Fue aquel invierno de angustia, en que por ignorancia o fe fanática, o por miedo, o por cortesía, se reunieron en Washington, bajo el águila temible, los pueblos hispanoamericanos… y el horror y la vergüenza en que me tuvo el temor legítimo de que pudiéramos los cubanos, con manos parricidas, ayudar el plan insensato de apartar a Cuba, para bien único de un nuevo amo disimulado, de la patria que la reclama y en ella se completa, de la patria hispanoamericana…»
Luego, ya en Dos Ríos, a sólo horas de la muerte, Martí expresó bien claro su temor ante la absorción americana, y su fórmula para impedirla, en la última carta, a Manuel Mercado: «… Yo estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber —puesto que lo entiendo y tengo ánimos con qué realizarlo— de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, será para eso… La guerra de Cuba… ha venido a su hora en América, para evitar la anexión de Cuba a los Estados Unidos…»
«Hombre sable y hombre leyes»
En cuanto a la capacidad de un gobernante formado en las armas y en la fuerza, dijo Martí en una ocasión: «Pelear es una cosa, y gobernar es otra. La guerra no inhabilita para el gobierno, pero tampoco es la escuela propia del arte de gobernar». Hablaba del general Sheridan, de quien en otra oportunidad dijo: «… sabe de sables, no de leyes. Es hombre sable, como hay hombre leyes». Así era Máximo Gómez, con quien tropezó Martí algunas veces por la vocación de mando del viejo soldado. Era «hombre sable», como lo eran, sin la altura del generalísimo, Porfirio Díaz, Justo Rufino Barrios y Antonio Guzmán Blanco, los tres militares por los que tuvo que irse de México, Guatemala y Venezuela.
Como si la culpa de los conflictos la tuvieran los cubanos, y no la tiranía española, se ilustraban los horrores de la guerra y las ventajas de la paz. Los dos tomos del libro de Souléve (publicados a raíz del Zanjón), tienen en la portada un negro insurrecto asustado y en el otro el símbolo del progreso en un pedestal donde se lee el lema de los autonomistas: «Paz, Unión y Fraternidad».
Un ejemplo bastará para mostrar cómo también ante sus compañeros, en la preparación de la guerra, fue intransigente: es el de su polémica con Gómez y Maceo en 1884. Dos años después del fracaso de la Guerra Chiquita, Martí empezó a pensar en un nuevo levantamiento en Cuba. Desde Nueva York le escribió al general Gómez para comprometerlo, y éste le contestó desde Honduras, donde entonces residía: «Es tristísimo, pero necesario, dejar que aquel pueblo que se cansó la larga lucha que terminó en el Zanjón, sufra de nuevo los ultrajes con que España castigará su debilidad o su ceguera…»; y le recomendaba preparar el alzamiento «con calma, sin alarde de ningún género». Tiempo después, con el fin de recaudar fondos, Gómez se hizo acompañar del general Maceo en visitas por los centros de emigración de los Estados Unidos: Nueva Orleans, Cayo Hueso, Nueva York. Con gran entusiasmo los recibían. Félix Govín, en Nueva York, antiguo miembro de la delegación de Céspedes, y uno de los pocos emigrados que ayudó a Calixto García en su expedición durante la Guerra Chiquita, había ofrecido 100 mil pesos a los generales, y prometido otros 200 mil de sus amigos. El 10 de octubre de 1884, para conmemorar la fecha patriótica, celebraron los cubanos un gran mitin en Tammany Hall, en Nueva York, y ese mismo día, para dedicar todo el tiempo a la causa de Cuba, Martí renunció su consulado del Uruguay.
El general Gómez había traído un «programa» en el que se le concedían al jefe del ejército los más amplios poderes para dirigir la guerra, «sin que puedan tener cabida, mientras no estén plenamente indicadas por la fuerza de las circunstancias, ningunas instituciones civiles…» Era el recuerdo de la Guerra de los Diez Años en la que tanto se sufrió por enfrentamiento del poder civil y el militar. Acompañado de Maceo, quiso Gómez que Martí fuera en comisión a México, y así contó el incidente el general:
En estos días de fatigosa espera seguía Martí visitándome y, como era natural, hablando siempre del mismo modo y con igual calor de nuestro plan revolucionario. Ya notaba yo que él se permitía hacerme muchas indicaciones inusitadas que no tenían razón de ser, y que no correspondían hacerlas al que se le confía la dirección de un asunto, mas yo, con blandura, lo contenía en los límites que he creído que él puede llegar, para no perjudicarnos dejando el mando de la nave a muchos capitanes hasta que, haciendo caso omiso del Gral. A. Maceo, que era el jefe designado para la comisión me dijo, «que al llegar a México y según el resultado de la comisión…» Yo no lo dejé concluir, con el tono áspero, mis palabras textuales: «Vea, Martí, limítese Ud. a lo que digan las instrucciones, y lo demás el Gral. Maceo hará lo que debe hacerse», nada más dije, y me contestó tratando de satisfacer mi indicación…
Interrumpió aquella visita un sirviente que vino a avisarle a Gómez que ya tenía preparado el baño que había pedido, y así terminó su narración: «… Cuando yo regresé, aún encontré al señor Martí en mi cuarto. A poco se despidió de mí de un modo afable y cortés. Solos yo y el Gral. Maceo, me dijo: ‘Este hombre, Gral., va disgustado con nosotros’». Enseguida Martí le escribió a Gómez:
Salí en la mañana del sábado de la casa de Ud. con una impresión tan penosa, que he querido dejarla reposar dos días, para que la resolución de ella, unida a otras anteriores, me inspirase, no fuera resultado de una ofuscación pasajera, o excesivo celo en la defensa de cosas que no quisiera ver yo jamás atacadas… Pero hay algo que está por encima de toda la simpatía personal que Ud. pueda inspirarme, y hasta razón de oportunidad aparente; y es mi determinación de no contribuir en un ápice, por amor ciego a una idea en que me está yendo la vida, a traer a mi tierra a un régimen de despotismo personal, que sería más vergonzoso y funesto que el despotismo político que ahora soporta, y más grave y difícil de desarraigar, porque vendría excusado por algunas virtudes, establecido por la idea encarnada en él, y legitimado por el triunfo. Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento…
Sin hacer pública su decisión, Martí se retrajo de toda actividad política. Al año siguiente los emigrados de Filadelfia lo invitaron para celebrar el levantamiento de Carlos Manuel de Céspedes, y él se excusó en una carta que aclara este episodio de su vida, tan revelador de su carácter; le escribió a José Antonio Lucena:
Por desdicha mi mismo amor a mi patria y a su independencia me impiden acudir esta vez a conmemorar con Uds., como acá en mi propio altar conmemoro, fervientemente, los esfuerzos de los que han perecido para asegurarla… Ni un solo instante me arrepiento de haber estado con los vencidos desde la terminación de nuestra guerra, y de seguir entre ellos, porque con ellos ha estado hasta ahora no sólo el sentimiento que anima a las grandes empresas, sino la razón que justifica los sacrificios que se hacen para lograrlas… Cuanto pude hacer he hecho por salvar a mi país de una situación ahogada y odiosa, sin llevarlo con este pretexto a otra que pudiera ser aun más temible… Tan ultrajados hemos vivido los cubanos, que en mí es locura el deseo, y roca la determinación, de ver guiadas las cosas de mi tierra de manera que se respete como a persona sagrada la persona de cada cubano, y que se reconozca que en las cosas del país no hay más voluntad que la que exprese el país, ni ha de pensarse en más interés que en el suyo…
Pero aquella intentona revolucionaria ya entonces estaba condenada al fracaso: no se habían podido reunir los fondos necesarios: hasta Félix Govín y sus amigos se excusaron de cumplir el compromiso contraído por la reclamación que tenían pendiente con España de sus bienes en la isla. Además de cobarde, Máximo Gómez dijo en aquellos días que Martí era de «esos átomos que nada influyen en los destinos de los pueblos». Y Maceo, también condenando su intransigencia habló de la «doblez y falsía» de Martí, y de sus «retrógradas tendencias». Años más tarde, superado el choque por el patriotismo en la organización de la guerra, reunidos los tres en La Mejorana, en 1895, volvió a surgir doloroso y rudo, el conflicto entre lo militar y lo civil, y se lastimaron los tres agonistas, pero el problema pudo resolverse: ya muerto Martí, en la asamblea de Jimaguayú, se suprimió la Cámara que podía estorbar a los militares y se sometió a un Consejo de Gobierno al General en Jefe del ejército. Más que cuestión de principios aquello era cuestión de forma, y Martí sabía en esos asuntos transigir: era «el arte político» en sus mejores momentos, que había dicho estaba en «plegar y moldear». Por eso cuando se refiere al problema en su carta a Mercado dice que la Constitución del país iba a ser «real y estable», y el gobierno «útil y sencillo»; y concluye: «En cuanto a formas, caben muchas formas y las cosas de hombres, hombres son quienes las hacen…»
Prosperidad autonomista
Ante los tropiezos de los partidarios de la independencia, hacia 1886, el autonomismo crecía. Coincidente con el fracaso de los planes insurreccionales de Gómez y Maceo, los autonomistas desarrollaron una fructuosa campaña de propaganda en la isla. De ciudad en ciudad fue su oratoria proclamando la fe en las rectificaciones que España prometía. Sus medidos ataques al gobierno peninsular daban crédito a su gestión, como se lo dieron ciertas concesiones que más se habían logrado por necesidad política y por los intereses de la metrópoli que por los trabajos de ellos en la Corte; y, en gran parte, también porque el autonomismo amenazaba a los españoles con un levantamiento armado por el que perderían su colonia. En un acto de fines de 1886, en Puerto Príncipe, dijo Rafael Montoro: «El separatismo no decae sino cuando se restauran nuestras libertades, como no se extinguirá sino cuando estén plenamente consagradas…» Y en una grandiosa concentración en Santiago de Cuba, el 9 de enero del siguiente año, el mismo orador proclamó la evolución como el remedio exclusivo para satisfacer cuanto pudiera necesitar el país; dijo: «Entendemos, sí, con una convicción absoluta, que para todos los problemas hay soluciones eficaces, completas y efectivas, pero no las hay, ni puede haberlas, fuera de la autonomía colonial… única y verdadera fórmula de conciliación y de paz…» Y en el mismo lugar, y día, dijo José María Gálvez, dejando ver el perjuicio que le hacían a los planes para la independencia: «Yo no diré que la autonomía sea un medio eficaz de perpetuar la unión de las colonias con sus metrópolis hasta la consumación de los siglos, porque del porvenir nadie responde, pero sí he de sostener con el común sentimiento que la autonomía, en vez de apresurar, aleja el instante de la emancipación de las colonias…» Poco después, en agosto, al ver cómo se nutría su partido con antiguos separatistas seducidos por las promesas de un futuro mejor, y de elementos conservadores que ya no veían en aquella organización una amenaza para sus intereses económicos, o para España, en otra fiesta, en La Caridad del Cerro, en La Habana, afirmó Montoro: «Empieza a notarse entre nuestros adversarios mismos, es decir, en el seno de las grandes masas que cándidamente los siguen, un como presentimiento de que la invocación de la patria cubana, lejos de envolver protesta alguna contra España, contra su soberanía, pueden y deben hacerla todos los que aquí viven, todos los que aquí tienen el hogar de sus hijos, el fruto de su trabajo, y cuantos han de exhalar aquí el último suspiro, sin distinción de procedencias…»
Joaquín Ruiz, marcado con una flecha, en una fiesta campestre días antes de ir al campamento de Néstor Aranguren para hacer campaña en favor del autonomismo, por lo que fue fusilado.
Tenían buenos motivos para sentirse satisfechos de su proselitismo: olvidando las nobles aspiraciones del pasado, muchos revolucionarios de prestigio se unían a ellos. Eran «los tránsfugas», como los llamaba Antonio Maceo. Uno de los mejores ejemplos de estos desertores es el caso de Antonio Zambrana, secretario de la Asamblea de Guáimaro y redactor de la Constitución junto a Ignacio Agramonte, que pasó los últimos años de la Guerra Grande en viajes de propaganda por Hispanoamérica. En 1886 Zambrana ingresó en el autonomismo, y al año siguiente fue elegido diputado al Congreso. En Madrid, sin embargo, alegando que no era español por haber servido como diplomático de Costa Rica, no lo dejaron ocupar su puesto. Por sus relaciones en ese país Maceo lo tuvo allí como apoderado, pero tanto se plegó a la política de los autonomistas, que el general le quitó su representación, En carta del 19 de mayo de 1894 le expresa el deseo de poner «fuera de duda» su «decoro personal y la dignidad cubana, mancillada ésta por los tránsfugas de nuestra causa…» Y tres días después, le explica en otra carta cómo ha llegado a esa decisión; le dice:
Su conducta política justifica el juicio público que de Ud. se tiene en todas partes… Sabía que Ud. estaba afiliado al Partido Autonomista… que el Gobierno, no aceptando su diputación por temor a sus antecedentes le libro del eminentísimo ridículo en que incurría Ud. con su delirio de figurar en España a la sombra de esa bandera sin gloria y con todos los vicios e inmoralidades españolas; que se habló y escribió mucho de sus deseos de que en la Península le aceptasen como español… que en Santiago de Cuba le hicieron una ovación que hacía honor a sus antecedentes revolucionarios; que cuando lo vitorearon los bravos orientales, creyéndolo separatista, contestó Ud. con un viva España… pero con todo eso que sabía yo de Ud., y mucho más que podría referirle, me resistía a creer, no podía concebirlo, que el Dr. Zambrana rebajase su dignidad cubana, su nivel social, asistiendo a un banquete cuyo objeto era celebrar el cumpleaños de un monarca y servir de escalón político a su iniciador…
Y como el «tránsfuga» censuraba la violencia y la rigidez patriótica del separatismo, Maceo concluía con estas palabras: «Convénzase, Dr. Zambrana, la guerra es la ocupación más lícita que ha encontrado la humanidad para resolver sus grandes problemas; es sublime el medio y aumenta la dignidad de los que tienen verdaderos méritos. En cuanto al cumplimiento de deberes patrióticos, tengo la seguridad de ser ‘infalible’, y si para bien de mi patria me cupiera la honra de ‘monopolizar la dignidad y el patriotismo cubanos’, no rehusaría el honor que Ud. rechaza…»
Con el auge autonomista de 1887 disminuyó el entusiasmo revolucionario en las emigraciones: todo se reducía a un ocioso discutir sobre las ventajas e inconvenientes de la evolución y de la revolución: si era digno tratar con los que oprimían el país, que tanto habían mentido, aun con la excusa de pretender un fin noble, o si era traición y empeño vano mantener con ellos un diálogo que sólo prolongaría el dolor de sus compatriotas y la vida del opresor. Algunos hombres sensatos se equivocaron cediendo en su oposición al gobierno de España: algunos emigrados regresaban, o se disponían a regresar atraídos por el fervor autonomista. Martí, desde 1886, se mantenía inactivo en política, pero, fracasada la intentona de Gómez y Maceo, volvió a sus campañas en favor de la independencia. En 1887 hizo circular un escrito invitando a los cubanos a un acto por el 10 de Octubre; allí decía: «…Sordos a los halagos que la patria ofrece, aun en su desdicha, preferimos la angustia y la pobreza a una vida donde padece martirio el honor…» La fiesta se celebró en el Masonic Temple, y Martí se refirió en su discurso a los que iban a Cuba, y a los antiguos insurrectos que formaban filas con el autonomismo; dijo:
Allá no queremos ir: cruel como es esta vida, aquélla es más cruel. Nos trajo aquí la guerra, y aquí nos mantiene el aborrecimiento a la tiranía… ¿A qué iríamos a Cuba? ¿A oír chasquear el látigo en espaldas de hombre, en espaldas cubanas, y no volar, aunque no haya más armas que ramas de árboles, a clavar en un tronco, para ejemplo, la mano que nos castiga? ¿Ver el consorcio repugnante de los hijos de los héroes, de los héroes mismos, empequeñecidos en la pereza?… ¿Saludar, pedir, sonreír, como las mariposas negras y amarillas que nacen del estiércol de los caminos?… ¿Ver a un pueblo entero, a nuestro pueblo, a quien el juicio llega hoy a donde llegó ayer el valor, deshonrarse en la cobardía o el disimulo? Puñal es poco para decir lo que eso nos duele. ¡Ir a tanta vergüenza! Otros pueden: ¡Nosotros no podemos!
«Cubanos coloniales»
A mediados del siguiente año se fundó, humilde y raquítico, en Brooklyn, un club separatista de cubanos y puertorriqueños que durante un tiempo sería el único de Nueva York: eran «Los Independientes», y contaban sólo con 19 miembros. Mientras en tan modesta cuna nacía aquella agrupación que 4 años más tarde le sirvió a Martí de apoyo para fundar el Partido Revolucionario Cubano, en Madrid actuaban, henchidos de orgullo, los Diputados del autonomismo. Por el Pacto de 1878 España aprobó una ley Electoral para que Cuba enviara representantes a las Cortes. Pero ahí surgió una de las primeras trampas de la metrópoli: en la península se elegía un Diputado por cada 50 mil habitantes, pero en Cuba se impuso la proporción por circunscripciones para asegurarles la mayoría a los españoles y a los conservadores —los comerciantes, industriales y los burócratas, estaban concentrados en las ciudades. Con la ayuda de censos falsificados se logró que un millón de cubanos eligieran solamente ocho diputados, mientras que menos de 150 mil españoles, peninsulares e isleños, elegían diez y seis. Por otra parte, para votar se exigía la condición de contribuyente por bienes inmuebles, mientras que a los empleados públicos y a los miembros de cualquier consorcio mercantil se les concedía el voto sin ningún otro requisito. Y de esos ocho «Diputados cubanos» no todos pertenecían a la débil oposición del autonomismo: algunos estaban aliados a los conservadores, al partido español, al de la Unión Constitucional. Más parecían los autonomistas elegidos también representar a España que a Cuba: sus discretas denuncias por la corrupción y la ineficiencia de la burocracia española. por las cargas impositivas que caían sobre la isla, por las restricciones a los naturales del país por la incoherencia en el manejo de los asuntos públicos, por el bandolerismo y los otros males que asolaban todas las provincias, servían de manera admirable para esconder el único origen de los infortunios, que era el dominio de España, y para canalizar por vía de fácil control el descontento cubano.
En aquel año de 1888 fueron «representando a Cuba» los autonomistas Alberto Ortiz, por Matanzas; Rafael Fernández de Castro y, Miguel Figueroa, por Santa Clara; Rafael Montoro por Puerto Príncipe; y Bernardo Portuondo por Santiago de Cuba —los otros diez y nueve diputados, elegidos por los conservadores, menos dos, eran peninsulares. Alberto Ortiz y Coffigny, periodista y abogado, se había distinguido por su amor a España; su hermano Carlos, regidor del ayuntamiento de Matanzas durante la Guerra de los Diez Años, organizó el más cálido homenaje que se le hizo en el país al Pacificador, al general Arsenio Martínez Campos. Rafael Fernández de Castro, graduado en las universidades de Sevilla y Madrid, nunca perdió su acento español, que lo cultivaba, como su devoción a «la madre patria», por lo que hablaba de Cuba y España como si fueran la misma tierra: en las Cortes de 1887 había dicho: «si seguimos como vamos podemos perderlo todo, podemos comprometer todo el empeño colonial de España y concluir por una cosa que yo he de lamentar tanto o más que el ministro de Ultramar: la pérdida de aquellas colonias, no para la nación española, sino para la humanidad y para la civilización…» Miguel Figueroa había también estudiado en Madrid, donde lo hicieron socio de mérito en la Academia de Jurisprudencia, durante la guerra, y por su amistad con Francisco Vicente Aguilera, actúo como agente de la revolución en España, pero fue otro de los que se habían cansado de esperar por la independencia: en su discurso de ese año 1888, en las Cortes, veló sus denuncias de la administración española con esta disculpa: «…En el estudio de las cuestiones peninsulares, como en las antillanas, nuestro propósito es, sin perjuicio de mantener nuestros principios y nuestras soluciones, no crear dificultades al Gabinete, no embarazar la marcha natural, tranquila y sosegada del gobierno…»
Acabado de desembarcar en Cuba, la primera orden que dictó el general Maceo fue la de ahorcar a todo el que se presentara con proposiciones de paz.
Durante los diez años de la guerra, Montoro ejerció su carrera de Leyes en Madrid; luego fue a Cuba y se convirtió en el ideólogo del autonomismo; era, en el exacto sentido de la expresión, lo que Martí llamó un «cubano colonial»: en una conferencia pronunciada en el Nuevo Liceo de La Habana, en 1885, que tituló «La expansión nacional y los Estados Modernos», para justificar la de España, hizo una ardiente. defensa del colonialismo, desde Grecia hasta los Estados Unidos, y concluía: «Un pueblo que coloniza es un pueblo que asegura su influencia permanente en la historia o, como si dijéramos, su inmortalidad… y si por ventura se encuentra una comarca que razas salvajes o poderes bárbaros y primitivos quieran cerrar a la libre comunicación con el mundo, legítimo es que los grandes Estados, a quienes incumbe la representación eminente de la cultura humana, abran a cañonazos los puertos que pretenden cerrarle la ignorancia y la barbarie. No caben ya en la realidad de la vida internacional las ideas egoístas y exclusivas de otro tiempo… Si con este alto y religioso sentido se considera la obra de la colonización, el espíritu se eleva y un entusiasmo nobilísimo se apodera del corazón…» Y también en 1888, combatiendo en el Congreso los presupuestos para la isla de Cuba, insistió sobre la exclusividad del autonomismo para resolver los problemas del país sin lastimar los intereses de España; dijo: «Nosotros no representamos aquí una política perturbadora; no representamos unos de esos clamores ciegos e intransigentes que a menudo no responden a ningún propósito susceptible de acomodamiento a la realidad… No extrañéis, por lo tanto, que sin jactancia de ninguna clase nosotros, los autonomistas, digamos ante el Parlamento que para la isla de Cuba no hay más que una bandera política: la nuestra; una solución: la que hemos proclamado; un porvenir: la autonomía colonial…» Para conocer el último de los Diputados del autonomismo que fue ese año al Congreso, baste saber que, Bernardo Portuondo, aunque nacido en Santiago de Cuba, llevaba a España en su expediente militar: profesor de la Academia Española de Ingeniería fue, en la Guerra de los Diez Años, Coronel y Jefe del Cuerpo de Ingenieros del ejército español, a las órdenes del salvaje general conde de Valmaseda.
Martí seguía con aprensión e interés las actividades de estos cubanos en las Cortes, consciente de que algunos andaban confusos por la propaganda de los políticos españoles, otros no podían ignorar que con aquellos encuentros de esgrima verbal en el Parlamento, medidos y discretos, sólo se conseguía demorar la solución a que obligaba la naturaleza misma de las desgracias. Dijo en su discurso del siguiente año, el 10 de Octubre de 1889:
Honra y respeto merece el cubano que crea sinceramente que de España nos puede venir un remedio durable y esencial… Pero al que finja, blanqueando el corazón aquella creencia en un remedio imposible que afloja las fuerzas indispensables para el remedio final; al que prefiere su bien inseguro, impuro, al servicio franco de la patria, o contribuye con su silencio y su favor, o con la hábil atenuación de sus censuras ostentosas, a prolongar, sin que el remordimiento le muerda, este descanso, ya temible, que el gobernante aprovecha, astuto, para quebrar los últimos huesos de un pueblo enviciado, y beberle, con anuencia de sus letrados, la última sangre; al que oculta a sabiendas la verdad, y promete lo que no cree, con labios prostituidos, y pretende demorar la obra sana de la indignación, como si la cólera de un pueblo fuera dócil criado de mano, hasta que crezca su persona aspirante, o duerman las arcas a buen recaudo, a esos enemigos de la república, a esos aliados convictos del gobierno opresor, ¡ni honra ni respeto!
Y añadía:
Pero, ¿a qué insistir sobre el engaño, loable en algunos, y criminal en los más; sobre la tibieza, que es culpa de carácter en unos, y en otros de juicio…? Los tiempos se han cumplido, y cuanto les predijimos, acontece. El miedo no ha resuelto una situación que sólo podía resolver el valor. El amo insolente ha empleado en fortificarse los años que el siervo tímido empleaba en desunir sus huestes y en destruir sus fortalezas. Una jefatura de policía es nuestra patria, con un sargento atrevido a la cabeza. Lo único que ha logrado el partido autonomista de veras, porque es lo único que con tesón procuró, ha sido el trastorno de los elementos que a haber estado unidos como debieran, pudiesen precipitarlos, como fin natural de su política, a la guerra a que sólo tienen derecho a resistirse cuando presenten prueba plena de su capacidad para evitarla. Ya están, frente a frente, el amo preparado y el siervo sin preparación…
«La traición sutil»
Parte del consejo del predicador justo obra sobre él, y le crea un algo de cárcel y un mucho de fuerza a su conducta, y así llega a sumar, a la lección de la palabra, la lección del ejemplo. Había muerto Ramón del Valle, letrado y comerciante de La Habana hecho obrero del tabaco en Nueva York, y Martí resumió la vida ejemplar de aquel cubano desde que salió desterrado hasta que lo llevaron en Brooklyn al cementerio de Woodlawn: «El español lo metió en un barco horrible, y fue, en la náusea de aquella bodega, a Fernando Poo. Se le veía morir en el camino, no abatirse; si alzaba una mano, era para dársela a los demás; su bocado tenía dos pedazos, y uno sólo era el suyo. Burló la cárcel, pisó esta nieve y demostró su fortaleza con el aborrecimiento de la fea comodidad de la limosna. No se puso de cesante a gruñir y pedir; ni creyó que padecer por la patria excluyese al hombre del deber de honrarla por el mundo con el ejercicio constante de la virtud. ¡El apóstol que lo sea a costa suya!» Y a su breve elegía por Ramón del Valle, Martí le puso de título, en Patria, «Un alma de héroe».
El general Bartolomé Masó y su Estado Mayor, con el que empezó la revolución el 24 de Febrero de 1895. A su derecha el coronel Celedonio Rodríguez, a su izquierda el teniente coronel Dimas Zamora; además: Manuel Bringues (4), Vicente Pérez (5), Pascual Mendoza (6), Lorenzo Vega (7), José Rodríguez Tamayo (8) y José Zamora (9).
Quien no tuviera la rectitud cívica de Martí, o su clara visión de la historia y del futuro, al observar algunas de sus reacciones, podría creer actos de soberbia o terquedad su intransigencia. Empezaba el último período de propaganda revolucionaria, en 1892, y aún no lo conocía bien el general Serafín Sánchez —una de las figuras más queridas e influyentes en Cayo Hueso— cuando éste recibió una carta de su antiguo jefe, el general Máximo Gómez, ya arrepentido de sus juicios de años antes; en ella le decía: «Pocos conocen a Martí como yo; puede ser que ni él mismo se conozca tanto. Martí es todo un corazón cubano; en materia de intereses me debe el concepto de que su pureza es inmaculada; puede ir a batirse a los campos de Cuba por la redención de su patria con igual denuedo que los Luaces y los Agramontes, todo eso es Martí; pero carece de abnegación y es inexorable. No le perdonará a usted jamás lo que él pueda clasificar de desdén y no son más que desacuerdos, y no será nunca capaz de marchar en la misma fila que usted, creyéndose superior…» Luego Serafín Sánchez sería uno de los más fieles colaboradores de Martí, y de los primeros en morir en la guerra; y Gómez, en Dos Ríos, supo de la «abnegación» de Martí, y en la República el motivo por el que era «inexorable».
Andaba ya Martí en los trajines y viajes para fundar el Partido Revolucionario Cubano, cuando llegó de La Habana un libro que leían con atención y susto los emigrados: era A pie y descalzo (1870-1871). Recuerdos de campaña, escrito por el teniente coronel Ramón Roa. Este militar, que había sido secretario y ayudante de Ignacio Agramonte, estuvo muy activo en las negociaciones del Pacto del Zanjón, y su libro describía con la intencionada crudeza de la escuela realista las dificultades de la guerra. De esta manera les hacía un gran servicio a España y al autonomismo, a los que les convenía presentar la revolución como un medio repugnante. Así se describe el protagonista en unas de sus «peripecias», en la manigua, donde aparecen cadáveres degollados, sangre, sed, enfermedades y todo tipo de miserias y violencias: «… Mis rugosos vestidos, de trecho en trecho veteados de verde y otros colores por la vegetación estrujada, ya al acostarme descuidadamente sobre la madre tierra, ya al rozarme con los árboles; mis pies desnudos y lacerados; el largo y desordenado cabello emboscándome los ojos; la áspera barba con su sombra parda y mi cabeza cubierta por descomunal hoja de malanga —sombrero, gorro, parasol chinesco, todo de una vez—, de seguro que formaban en conjunto la estampa verdadera de la derrota, si no la del genio de la desventura…» Pero, más que por el daño que producían aquellas tétricas descripciones, repugnó el libro de Roa a cuantos querían la independencia, el que, a doce años del Zanjón, y tras tanta mentira española, se apareciera este antiguo militar, en el epílogo de su libro, con un elogio servil a Martínez Campos y un aplauso a la rendición cubana de 1878.
Martí comprendió el peligro de aquella campaña solapada que hacía Roa, y le salió al encuentro: con toda claridad aludió al libro en su discurso del 26 de noviembre de 1891, en el Liceo de Tampa; allí, preguntaba:
¿Nos ha de echar atrás el miedo a las tribulaciones de la guerra, azuzado por gente impura que está a la paga del gobierno español, el miedo a andar descalzo, que es un modo de andar ya muy común en Cuba, porque entre los ladrones y los que los ayudan, ya no tienen en Cuba zapatos sino los cómplices y los ladrones? Pues como yo sé que el mismo que escribe un libro para atizar el miedo a la guerra, dijo en versos, muy buenos, por cierto, que la jutía basta a todas las necesidades del campo en Cuba, y sé que Cuba está otra vez llena de jutías, me vuelvo a los que nos quieren asustar con el sacrificio mismo que apetecemos, y les digo: ¡Mienten!
Llegó a La Habana impreso en hoja suelta el discurso de Martí y provocó la ira de Roa. Éste, sin embargo, no quiso contestar directamente y se valió de Enrique Collazo y de otros cuatro veteranos de la guerra. Publicaron en el periódico La Lucha una extensa «carta abierta» en que acusaban a Martí de cobarde, por no haber estado en el campo de batalla, y de vividor por usar el dinero de los emigrados. Le preguntaban, «¿Qué le hemos de hacer si usted, por más que diga, no puede borrar su pasado? Pero si usted quiere ser cubano póstumo, o guapo después que ha pasado el peligro, séalo en buena hora, pero déjenos en paz. Quien tanto miedo tuvo a sacrificar la vida cuando Cuba lo exigía, respete y no importune a los que por Cuba expusimos la cabeza una y mil veces. Haga usted discursos, hable cuanto quiera, viva como mejor le acomode… pero sepa al mismo tiempo que no rebajamos nuestra conciencia adulando a un pueblo crédulo para arrancarle sus ahorros…»
Martí envió su respuesta a La Habana, a La Lucha, pero no quisieron publicársela y la dio entonces a El Porvenir, de Nueva York; decía:
Si mi vida me defiende, nada puedo alegar que me ampare más que ella. Y si mi vida me acusa, nada podré decir que la abone. Defiéndame mi vida. Sé que ha sido útil y meritoria, y lo puedo afirmar sin arrogancia porque es deber de todo hombre trabajar porque su vida lo sea: responder a usted sería enumerar los que considero mis méritos. Jamás, señor Collazo, fui el hombre que usted pinta. Jamás preferí mi bienestar a mi obligación. Jamás dejé de cumplir en la primera guerra, niño y pobre y enfermo, todo el deber patriótico que a mi mano estuvo, y fue a veces deber muy activo… Y en cuanto a lo de arrancar a los cubanos sus ahorros, ¿no han contestado a usted, en juntas populares de indignación, los emigrados de Tampa y Cayo Hueso? ¿No le han dicho que en Cayo Hueso me regalaron las trabajadoras cubanas una cruz? Creo, señor Collazo, que he dado a mi tierra, desde que conocí las dulzuras de su amor, cuanto hombre puede dar. Creo que he puesto a sus pies muchas veces fortuna y honores. Creo que no me falta el valor necesario para morir en su defensa…
Con la ayuda y por la intervención de quienes lo conocían en la isla y en el extranjero, Martí quedó vindicado. Luego, los que firmaron la carta con Collazo, «por estar conformes», comprendieron la injusticia; Collazo en particular, quien sirvió junto a él a Cuba con la mayor lealtad: en representación de los revolucionarios de la isla, a principios de 1895, firmó en Nueva York, con el representante de Máximo Gómez y con Martí, la Orden de Alzamiento. El caso de Ramón Roa era distinto. Amparado por su participación en la guerra, y con el crédito de haber sido secretario de Ignacio Agramonte, se puso al servicio del enemigo desde que se preparaba el Pacto de 1878. Martí sentía repugnancia por él; en su respuesta a Collazo, pero pensando en Roa, dijo: «El que hace industria de haber peleado en la revolución, o goza después de ella entre sus enemigos de un influjo superior al que tuvo entre sus compatriotas, o usa de su influencia para aflojar la virtud renaciente de un país que necesita de toda su virtud, ese bajará ante mí los ojos, Sr. Collazo, aunque haya militado en la Revolución; y los bajará ante todo hombre honrado…»
Ya había hecho Roa, con su maldad y con su pluma, dos servicios mayores a los enemigos de la independencia. A raíz de la capitulación de 1878 publicó un folleto del que se hicieron varias ediciones en La Habana y en Nueva York, calificándola como el «fin más honroso» que pudo tener la revolución de Yara. Años más tarde, cuando la intentona de 1884, también en Cuba y en la emigración circuló un opúsculo anónimo con el título de Máximo Gómez, Maceo y proyectos revolucionarios, «Por un venezolano» (Caracas, 1884), tratando de desacreditar el plan insurrecto al que llamó «empresa temeraria», y amedrentando con «los horrores de la lucha…» Era de Roa… Hace poco se descubrió en La Habana una carta de Martí en la que habla de ese opúsculo y acusa a Roa de ser «El Venezolano»: con ese documento Luis Toledo Sande ha podido establecer la identidad del misterioso autor, que no fue otro que el renegado ayudante de Ignacio Agramonte.
Con toda razón y energía Martí fue implacable con él. Al denunciarlo ponía en evidencia a otros como Roa que servían al enemigo pregonando los logros de la administración española, dividiendo las emigraciones, ocultando la debilidad y la corrupción de la metrópoli y presentando la independencia como un imposible. Según esos agentes, con o sin paga de España, no le quedaba a Cuba otro camino que aceptar la realidad colonial y, dentro de ella, lograr algún acomodo con el gobierno En los días de la polémica le escribió Martí a Ángel Peláez, en Cayo Hueso:
De lo de Collazo, o Roa, que está detrás, le he de decir que lo creo un bien del cielo, porque mi vida transparente no me la ha de dañar, en lo que sirva a mi país, la falsedad manifiesta… Lo personal no me importa, aunque no es bueno dejar una injuria al aire. Pero esa carta tiene las intenciones políticas que Uds. sagazmente le han visto, y hay que extirpar esas raíces venenosas. Mucho daño ha venido haciendo ese bribón con otros bribones sin más arte que de teclear en la soberbia de unos y en la envidia de otros. Hay que sacarlos al sol; que los militares buenos de antes no se dejen engañar y guiar por este asalariado de sus enemigos, so pretexto de que fue militar con ellos…
Y a Fernando Figueredo, también en el Cayo, le cuenta del viaje que hizo a España con Ramón Roa, en el que éste lo llamaba, burlándose de su patriotismo, «Jesús inútil»: «Todavía lo recuerdo… las noches pasaba en convencerme del error de aspirar en Cuba a la independencia. Y desde entonces su oficio es, dentro y fuera de Cuba, levantar, por el prestigio de sus amistades de la guerra o por la intriga, a unas fuerzas revolucionarias contra otras… Moriría de pena si hubiera ofendido a alguien sin razón: me acaricio la mano porque he clavado a un pícaro…»
En la carta hasta hace poco desconocida, a Manuel Sanguily, por el mismo motivo Martí le habla de la «necesidad pública de desarmar, donde se vea por todos, a los que tienen por oficio secreto, desde los primeros días de la paz, mantener divididas las fuerzas posibles de la revolución, y divorciados al país y el extranjero. Ni Collazo mismo sabe a derechas lo que hizo, ni es culpable de más que de las rencillas nimias… Ayer, cuando la guerra parecía venir de los militares, Roa era ‘El Venezolano’ que delataba y exageraba las disensiones…» Y concluye explicándole a su corresponsal el por qué le había contestado a Collazo: «Por ofensa no escribí, puesto que sólo yo puedo ofenderme, ni por rencor, que no me ha sido dable aún sentir contra hombre alguno. Ud. notará que lo que miro en todo esto es sacar a la luz esa obra de traición sutil que desde hace años, afuera y en Cuba, nos perturba y envuelve…»
La guerra y los agentes de España
La propaganda de Martí, su labor política, contiene numerosas advertencias y denuncias de aquéllos que, con diversas excusas, confiaban en un arreglo con la tiranía española. Europa toda había cambiado pero España se empeñaba en mantener a Cuba como el último refugio del absolutismo colonial aprovechándose de aquellos cubanos enemigos de la independencia. Desde el comienzo de la guerra anterior, el Casino Español de La Habana había resumido la política que se seguiría en el país, en un juramento de 1870, que terminaba con estas palabras: «¡Los españoles que están en Cuba, jamás podrán ser vencidos, cedidos o vendidos. Cuba será española o la abandonaremos convertida en ceniza!» Y 20 años más tarde se mantenía esa visión apocalíptica del futuro; dijo en un discurso Antonio Cánovas del Castillo: «…ningún partido español abandonará jamás la isla de Cuba; en la isla de Cuba emplearemos, si fuere necesario, el último hombre y la última peseta…»
A continuación se recogen algunos juicios de Martí relacionados con el autonomismo, y sobre las consecuencias de sus actos, por el orden en que aparecieron en el periódico Patria desde que se fundó, en marzo de 1892, hasta la llegada de Martí a Cuba, en abril de 1895. En su primera salida, al explicar su programa en un artículo que tituló «Nuestras ideas», y por combatir a los que predicaban contra la guerra, habló de ella como de una necesidad frente a un enemigo como España, ciego y empecinado, y para un país donde tanto se había sufrido por los abusos y por la falta de libertad. Todavía el levantamiento armado no era más que una posibilidad remota y, sin embargo, dijo:
Es criminal quien promueve en un país la guerra que se le puede evitar; y quien deja de promover la guerra inevitable. Es criminal quien ve ir al país a un conflicto que la provocación fomenta y la desesperación favorece, y no prepara, o ayuda a preparar, el país para el conflicto…. El que no ayuda hoy a preparar la guerra, ayuda a disolver el país… Y no es el caso de preguntarse si la guerra es apetecible o no, puesto que ninguna alma piadosa la puede apetecer, sino ordenarla de modo que con ella venga la paz republicana… Cuando los componentes de un país viven en un estado de batalla sorda que amarga las relaciones más naturales, y perturba y tiene como sin raíces la existencia, la precipitación de ese estado de guerra indeciso en la guerra decisiva es un ahorro recomendable de la fuerza pública… La guerra es un procedimiento político y este procedimiento de la guerra es conveniente en Cuba, porque con ella se resolverá definitivamente una situación que mantiene y continuará manteniendo perturbada el temor de ella… La guerra es, allá en el fondo de los corazones, allá en las horas en que la vida pesa menos que la ignominia en que se arrastra, la forma más bella y respetable del sacrificio humano…
Y define la responsabilidad de los emigrados frente al conflicto de Cuba; agrega:
Por las puertas que abramos los desterrados, por más libres mucho menos meritorios, entrarán con el alma radical de la patria nueva los cubanos que con la prolongada servidumbre sentirán más vivamente la necesidad de sustituir a un gobierno de preocupación y señorío por otro por donde corran francas y generosas todas las fuerzas del país. El cambio de mera forma no merecería el sacrificio a que nos aprestamos… La guerra no ha de ser para el exterminio de los hombres buenos, sino para el triunfo necesario sobre los que se oponen a su dicha.
Hablando de «la agitación autonomista» hizo esta graciosa comparación para mostrar el absurdo de los que esperaban grandes resultados de sus remedios menores: «Rudo como es el refrán de los esclavos de Luisiana, es toda una lección de Estado y pudiera ser el lema de una revolución: ‘Con recortarle las orejas a un mulo no se le hace caballo’… De represa ha venido sirviendo el partido autonomista a la revolución, y la revolución se saldrá de madre en cuanto la fuerza de las aguas rompa la represa…» Poco después habló de «La campaña española» que hacían espías y agentes al servicio de las autoridades de La Habana, tanto allá como en las emigraciones; dijo:
… El gobierno de España se ha cosido a la realidad; ha señalado uno por uno a sus enemigos; los sigue, con un hombre al talón, por dentro y fuera de la isla: desmorona con la prisión oportuna, o la amenaza o el soborno, cada grupo que comienza a apretarse la cintura; divide por la calumnia, y por el hábil cultivo de las pasiones humanas, a los cubanos en quienes un reparto personal o una obligación de clase o un malentendido compañerismo pudiesen más que el deber de la patria… Sangra la memoria de recordar la clase de hombres a quien pudo el gobierno de España emplear para mantener, con el crédito no sospechable de sus personas, los reparos, cuando no el odio, entre los elementos de la revolución. Aquí han estado, clavados a nuestro hígado; viviendo en aparente pobreza, saliendo de pronto de ella, a viajes a Cuba y por las emigraciones sin objeto aparente, en cuanto asomaba la tendencia a unir o acometer, llevando y trayendo entre los hombres buenos frases malas.
Viajes a Cuba; «Ciegos y desleales»
Se acercaba el cuarto centenario del descubrimiento de América. y la administración española en Cuba se propuso celebrar la fecha con grandes fiestas; algunos emigrados se dejaron tentar por el acontecimiento, y algunos cubanos, y cubanas, de allá, fueron al baile de gala que se celebró en el Casino Militar de La Habana. Martí censuró la debilidad de sus compatriotas que viajaron a Cuba, y la actitud cómplice de los que allá, con su participación, ocultaban la responsabilidad de España en las desgracias de su pueblo; dijo:
No hay que tener pasión, ni dolor siquiera en un suceso que no viene a ser más que la prueba de la singular capacidad de olvido del corazón del hombre, de la atracción deslumbrante del deleite, y de la proximidad temible de la ligereza y la infamia… Pero la vergüenza, como una ola, saltará al rostro de los cubanos entretenidos… El militar español es fatalmente, cualesquiera que sean los méritos de su persona, el símbolo visible de la opresión que esquilma y corrompe a los cubanos, y el hombre que le da al militar de España, en su casa de oficio, la mano de amigo, y la mujer que le da en el vals ceñido la fragancia de su hálito, fraternizan y bailan con la presión que esquilma y corrompe su pueblo… Visitar la casa del opresor es sancionar la opresión. Cada muestra de familiaridad de los hijos de un pueblo oprimido con las personas o sociedades del gobierno opresor, confesas o disimuladas es un argumento más para la opresión, que alega la alegría y amistad espontánea del pueblo sojuzgado, y es un argumento menos para los que alegan que el pueblo oprimido, vejado envenenado quiere sacudir la opresión. Mientras un pueblo no tenga conquistados sus derechos, el hijo suyo que pisa en son de fiesta la casa de los que se los conculcan es enemigo de su pueblo.
El doctor Betances, puertorriqueño delegado en París del Partido Revolucionario Cubano. El anarquista Angiolillo le pidió ayuda para vengar a sus compañeros de Montjuich, puesto que la muerte de Cánovas sería también muy beneficiosa para la causa de Cuba.
Uno de los argumentos preferidos del autonomismo era su repudio a la violencia, diciendo que lo que se iba a lograr con la guerra se podía lograr por vía pacífica; Martí los consideraba «Ciegos y desleales», y así tituló el artículo en que se refería a este asunto: «Es lícito y honroso», afirmó en aquella ocasión, aborrecer la violencia, y predicar contra ella, mientras haya modo visible y racional de obtener sin violencia la justicia indispensable al bienestar del hombre; pero cuando se está convencido de que por la diferencia inevitable de los caracteres, por los intereses irreconciliables y distintos, por la adversidad, honda como la mar, de mente política y aspiraciones, no hay modo pacífico suficiente para obtener siquiera derechos mínimos en un pueblo donde estalla ya, en nueva plenitud la capacidad sofocada, o es ciego el que sostiene contra la verdad hirviente, el modo pacífico; o es desleal a su pueblo el que no lo ve y se empeña en proclamarlo. No quiere a su pueblo el que le ahoga la capacidad. No quiere a su pueblo el que se empeña en detenerlo en pleno mundo, a la hora en que los pueblos émulos y semejantes le toman la delantera…
Y poco después, el 14 de marzo de 1893, condenaba a los que se oponían a los planes de la revolución, de «los que tenemos cintura», dice, de «los que tenemos verdad»; y exclama: «¡Nuestra misma mano ahogue, en esta hora de agonía de nuestra patria, toda bajeza o vacilación o pensamiento indigno!» Es que, como explicó días más tarde en un contraste entre «Autonomismo e Independencia», él quería unir, sí, en las emigraciones y en la isla, a cuantos tenían su propósito de libertad; los otros, los que se oponían a él, si no se les podía sacar de su error y sumarlos a la revolución, era mejor desecharlos: «Con el autonomismo de gabinete, que con la bandera de la evolución, se ha puesto en el camino de la evolución real del país [la revolución] y que sólo entrará en vida cuando entre en ella, la independencia sólo puede obrar como se obra con los obstáculos: o se le abre espacio para seguir la pelea con más poder, o se les deja de lado…»
Martí creía que, tras tantos años de esclavitud, al cubano no le quedaba más camino que buscar soluciones radicales para sus desgracias, y que era vana la esperanza del autonomismo que proponía remedios inadecuados: había que ir, como dijo en otro artículo de Patria, «A la raíz»: «Los pueblos, como los hombres, no se curan del mal que les roe el hueso con mejunjes de última hora, ni con parches que les muden el color de la piel. A la sangre hay que ir, para que se cure la llaga. No hay que estar al remedio de un instante, que pasa con él y deja viva y más sedienta la enfermedad. 0 se mete la mano en lo verdadero, y se le quema al hueso el mal, o es la cura impotente, que apenas remienda el dolor de un día, y luego deja suelta la desesperación… A la raíz va el hombre verdadero. Radical no es más que eso: el que va a las raíces…» En otra ocasión habló de «El lenguaje reciente de los autonomistas», quienes habían criticado los esfuerzos por la independencia. Martí advierte sobre la inutilidad de su política conciliadora y pronostica que, por su fracaso, las mejores fuerzas del partido irían a la revolución:
Al desatarse este haz artificial, jamás acompañarán los hombres de honor, ni ricos ni pobres, al partido que se quisiera valer de ellos para sofocar, en provecho de un amo incorregible y de un grupo impotente, la conciencia del país. La masa sana, que siguió siempre al autonomismo porque creyó que con él se iba a la independencia, se irá, entera, a la revolución. Mientras más viva, más revolucionarios habrá. No es que se deba caer, ni de paso siquiera, en el error de creer que el autonomismo unificase al país más de lo que lo unificó la guerra, que organizó el alma cubana de manera que la mayor alevosía y cautela no la han podido aflojar aún; sino que la catástrofe, anunciada desde su híbrido nacimiento, ha dado pábulo nuevo, y generación nueva. y más firme base a la revolución.
No quedaba, pues, otro camino, que la rebeldía, y así lo dijo Martí en su discurso, un año exacto antes del Grito de Baire, en honor de su amigo Fermín Valdés Domínguez: «Las etapas de los pueblos no se cuentan por sus épocas de sometimiento infructuoso, sino por sus instantes de rebelión. Los hombres que ceden no son los que hacen a los pueblos, sino los que se rebelan. El déspota cede a quien se le encara, con su única manera de ceder, que es desaparecer: no cede jamás a quien se le humilla. A los que le desafían respeta: nunca a su cómplices. Los pueblos, como las bestias, no son bellos cuando, bien trajeados y rollizos, sirven de cabalgadura al amo burlón, sino cuando de un vuelco altivo desensillan al amo…»
«La manzana de la discordia»
Al verlo tan ilusionado y activo en su campaña como falto de hombres y recursos, Máximo Gómez le preguntó a Martí en 1892, cuando fue a verlo para encomendarle la dirección de la guerra: «¿Y con qué elementos contamos para derrotar a los españoles?» Y dicen que le contestó: «¡Con los desatinos de España!» La soberbia es semillero de disparates, y España tenía tanta que cometió muchos y, cuando las circunstancias fueron favorables para la acción, se precipitaron los acontecimientos: había dicho Martí: «Las guerras estallan cuando hay causas para ellas, de la impaciencia de un valiente o de un grano de maíz»; y en una ocasión le preguntó en Nueva York el autonomista Nicolás Heredia, incrédulo y burlón, cuándo se iniciaría la guerra, y Martí le contestó: «Amigo, la ocasión no me preocupa. Un incidente inesperado, un mal precio del azúcar, cualquier estímulo imprevisto, y ahí tiene usted la nueva fecha…»
Se acercaba el 24 de febrero y todavía muchos cubanos creían delirio la esperanza de derrocar a España: ni veían la oportunidad ni a los hombres que supieran aprovecharla: hacían así una «Propaganda temible» como tituló Gonzalo de Quesada su artículo de Patria, a fines de 1894, en el que censuraba con estos juicios el pesimismo de muchos emigrados: «Sutil, y por eso dañina, es la propaganda contra la guerra que se hace en la intimidad del amigo, en el seno del hogar, con el fin de disminuir el ardor brioso, la fe inquebrantable, la decisión enérgica de la juventud, vanguardia potente de la revolución… Es a los hogares cubanos genuinos, amantes de su tierra, donde hay que ir para encontrar a los desengañados de ayer, a los pesimistas de hoy, a los egoístas de mañana, afanados en la labor de infundir duda, de aumentar las faltas de sus compatriotas, de ponderar las virtudes de otros pueblos, exclamando siempre: ‘Ya no hay hombres como los del 68…!’»
Esa falta de fe, esa «propaganda temible» que afectaba a las emigraciones, era el resultado de la campaña autonomista, con tanta elocuencia magnificando el poder de España, desacreditando el separatismo, y siempre dispuesta a sacarle cuenta de sus tropiezos, de sus empeños fallidos y de los años de espera. No, no se veían aún, pero sí había entonces «hombres como los del 68…» España contribuyó con «los desatinos», y éstos crearon la coyuntura: había advertido Martí»: «Alma y ocasión es lo que necesitan los pueblos para redimirse, y en cuanto hay ocasión, salen las almas: ¡del pecho más infeliz en apariencia sale tronando la gloria…!»
La guerra del 95 fue, por supuesto, contra España, pero no se recuerda lo suficiente que también fue contra el autonomismo. Cierto, como había previsto Martí, algunos autonomistas se unieron a la insurrección, pero hubo muchos que siguieron sirviendo al enemigo hasta el final de la contienda. Estaba todavía Martí en Montecristi empeñado en acompañar a Máximo Gómez en su viaje, para dar un ejemplo, cuando dijo estas palabras que recogió el general Collazo: «¿No se sentirán los autonomistas avergonzados, si es que hay algo de vergüenza o de rubor en los traidores, al ver ellos, cubanos, que todos nos disponemos a luchar…?» Ya en armas Bartolomé Masó, el general español Emilio Callejas hizo que Herminio Leyva (el mismo que había gestionado la rendición de los alzados al iniciarse la Guerra Chiquita), a nombre de la Junta Central del Partido Autonomista fuera a verlo, para que se entregara. No tuvo éxito, y al día siguiente fue con igual encargo y resultado Juan Bautista Spotorno, que había sido presidente de la República en armas en 1875, cuando se decretó la pena de muerte «por espía» a todo el que hiciera proposiciones de paz sin reconocer la independencia; durante la entrevista propuso uno de los hombres del general Masó, el teniente coronel Dimas Zamora, que allí mismo se ejecutara a Spotorno, pero lo salvó la palabra empeñada por el Jefe de despacho del general, el coronel Celedonio Rodríguez.
Martí, Gómez y la «mano de valientes» que los acompañaban, desembarcaron en Playitas el 11 de abril. Tres días después, desde la jurisdicción de Baracoa, en la primera carta que escribía desde Cuba, aún sin saber que el autonomismo había iniciado sus labores contra el levantamiento, les escribió a Gonzalo de Quesada y Benjamín Guerra, en Nueva York: «… Ahora, de aquí a pocos instantes, emprenderemos la marcha, al gran trabajo, a hacer frente a la campaña de desorganización que se viene encima, o de intento de impedir la organización, con Martínez Campos de cabeza equivocada, y los autonomistas y cubanos fáciles de voluntario instrumento…»
En La Habana, el día 4 de abril, se hizo público un manifiesto en el que se leía:
… Al partido Autonomista, depositario de las esperanzas e ideales del pueblo cubano, encarnados en la fórmula más depurada y más persistente de su historia política, y único partido de razonada oposición organizado en este país, le importa decir lo que piensa… El Partido Liberal Autonomista condena todo trastorno del orden, porque es un partido legal que tiene fe en los medios constitucionales y en la eficacia de la propaganda… Pero además, nuestro Partido… no romperá su bandera, ni cederá el campo a los que vienen a malograr nuestra trabajosa cosecha, a hacernos cejar en la senda del progreso pacífico, a arruinar la tierra y a nublar las perspectivas de nuestros destinos con horribles espectros: la miseria, la anarquía y la barbarie…
Y entre otros que no se mencionan en el presente trabajo, firmaban el Manifiesto José María Gálvez, José Bruzón, Rafael Fernández de Castro, Antonio Govín, Eliseo Giberga, Herminio Leyva, Ricardo del Monte, Rafael Montoro y Francisco Zayas. Al leerlo Fermín Valdés Domínguez, ya como Jefe de Despacho del general Gómez, anotó en su Diario de Soldado: «No se puede dar nada más infame que este escrito que debemos tener siempre presente los que luchamos con las armas en la mano por la independencia de nuestra patria, pues con las mismas afirmaciones que en él hacen los cubanos que lo firman, los hemos de castigar algún día, pues seríamos muy cobardes si perdonáramos a los que de tan traidora manera se pusieron al lado de los españoles y enfrente de nosotros usando como armas contra nosotros la injuria y la calumnia. Contra Martí y los que con él luchábamos hay todo el veneno de los hombres ruines y cobardes…»
Aún no había dado Patria la noticia de la muerte de Martí, y allí aparece, el 23 de mayo de 1895, un artículo que tituló: «C’est trop tard» quien firma como «Un autonomista desencantado» en él explica cómo el gobierno usaba al Partido para reducir a los rebeldes: «Desde su llegada a la isla», dice, «hasta hoy, el general Martínez Campos se ha consagrado a un trabajo exclusivo de rectificación política [subrayado en el original]. Enmendar yerros, hacer actos de arrepentimiento, halagos y adulaciones al pueblo para causar pasmo en la gente que alguien ha llamado ‘idiotas que piensan’… No hay para operar milagros en política como la pólvora, las balas y el bien afilado acero…» También en Patria, con la firma de Manuel de la Cruz, apareció el 21 de setiembre una exposición que denunciaba las actividades de los autonomistas, y concluía con estas palabras: «… Acaso no esté lejos el día en que se cumpla la profecía que hombres generosos hicieron a los cubanos de la Junta Central, cuando les aconsejaban que se disolviesen antes de que estallase la revolución: ‘Primero el general Martínez Campos hará de ustedes el uso de la manzana de la discordia y si, como es lo probable, les resultan tan ineficaces como la carabina de Ambrosio, los echará a un lado con la punta del pie, como si fueran inmundos guiñapos’».
Empecinado el autonomismo, y ciego, insistía en desconocer la aspiración cubana por la independencia: en una carta inédita de Rafael Montoro, cuyo original se encuentra en el Archivo Histórico, de Madrid, dirigida al historiador español Antonio Pirala, le dice el 7 de julio de 1895 (ya con todo Oriente insurrecto, y muertos en campaña José Martí y los generales Flor Crombet, Amador Guerra y Francisco Borrero; a una semana del combate de Peralejo, donde por poco pierde la vida Martínez Campos, atacado por Maceo, donde murió el general español Fidel Santocildes): «… El pueblo cubano en su inmensa mayoría no ha sido nunca, como no es hoy, revolucionario. Es demasiado inteligente para no comprender que la independencia sólo podría significar para él una serie de turbaciones y de catástrofes que lo reducirían al estado de Santo Domingo o Haití… No he sido, ni soy, ni creo que seré jamás revolucionario. Estoy seguro de que la autonomía colonial con España colmará todas las justas aspiraciones de Cuba…»
La experiencia sufrida por los cubanos, y la prédica de Martí, les había mostrado el camino a seguir, por lo que Martínez Campos tuvo poco éxito con sus gestiones conciliadoras. Muy pronto «El Pacificador» se dio cuenta de que la única posibilidad para España era establecer el terror en la isla. Aunque él no quiso hacerlo, se lo recomendó a Cánovas del Castillo: en carta del 25 de julio de 1895 le decía: «No puedo yo, representante de una nación culta, ser el primero que dé el ejemplo de crueldad… Podría reconcentrar las familias de los campos en las poblaciones… tal vez llegue a ello, pero en un caso supremo, y creo que no tengo condiciones para el caso. Sólo Weyler las tiene en España, porque además reúne las de inteligencia, valor y conocimiento de la guerra: reflexione usted, mi querido amigo y, si hablando con él el sistema, lo prefiere usted, no vacile en que me reemplace». No vaciló el presidente del Consejo de Ministros: a principios del siguiente año envió a Cuba a Valeriano Weyler, el más cruel y sanguinario de los españoles que gobernaron a Cuba. Pero, a pesar de sus excesos, la insurrección se mantuvo activa y con el mejor espíritu: el sufrimiento y el abuso, que son las armas preferidas de la tiranía para someter al pueblo, son también, por mutación maravillosa, el estímulo mejor que él tiene para aumentar su rebeldía y fortalecer su resistencia.
«La venganza de Maceo»
Durante el mando de Weyler los emigrados intensificaron sus trabajos en los Estados Unidos. Bien ganado tuvieron entonces el título de «ala del ejército mambí». No solamente se pudo obtener el dinero necesario para la guerra, y enviar armas y expediciones, sino que se desarrolló la más efectiva campaña entre los congresistas y en la prensa denunciando las atrocidades del gobierno español. En junio de 1897 se logró que el Secretario de Estado norteamericano entregara al Ministro de España, en Washington, una protesta del gobierno «por el modo de hacer la guerra», en que se leía: «… Por órdenes y proclamas sucesivas del Capitán General de la Isla de Cuba, publicadas unas y conocidas otras por sus efectos, se ha establecido una política de devastación en aquel territorio, que interviene en los más elementales derechos de la existencia humana… No ha habido incidente que haya afectado tanto la sensibilidad del pueblo americano e impresionado tan dolorosamente a su gobierno, como las proclamas del general Weyler…»
Cánovas del Castillo había dicho que «dos balas nada más» hacían falta para ganar la guerra: una para Máximo Gómez y otra para Antonio Maceo. El 7 de diciembre de 1896, en el Cacahual, una rindió a Maceo. Weyler celebró la victoria en su palacio con la asistencia de muchos españoles y cubanos enemigos de la independencia. Un mes más tarde la Reina Regente le concedió a José María Gálvez la cruz del Mérito Militar, y a Rafael Montoro el título de marqués. La otra bala de que habló Cánovas la desvió el destino y fue a dar en la cabeza del propio político español…
Nunca se pudo saber si la muerte de Cánovas fue en parte también «la venganza de Maceo», como la llamó el doctor Ramón Emeterio Betances, puertorriqueño delegado en París del Partido Revolucionario Cubano, en carta a Gonzalo de Quesada, a raíz del acontecimiento. Había Cánovas mandado reprimir con mano dura los disturbios y los atentados dinamiteros de Barcelona, por lo que fueron torturados y muertos varios anarquistas en la prisión de Montjuich. Un joven italiano, Miguel Angiolillo, se propuso vengarlos. En París, quizás con la ayuda de algunos anarquistas cubanos, en particular de Fernando Tarrida del Mármol, sobrino nieto del general Donato Mármol, de la Guerra de los Diez Años, Angiolillo fue a ver al doctor Betances, le habló de su plan para asesinar a Cánovas, y le pidió 500 francos para el viaje; a él sólo le interesaba vengar a sus compañeros de Montjuich, donde también estuvo preso Tarrida del Mármol, pero la causa de Cuba se beneficiaría grandemente con la muerte del responsable del terror impuesto por Weyler. El médico se resistió a darle el dinero, pero, a los pocos días le llegó anónima la cantidad pedida «en un sobre del doctor Betances», según dijo el biógrafo de éste, Luis Bonafoux… Un mes antes de la muerte de Cánovas, firmados por el médico puertorriqueño se publicaron en la Revista de Cayo Hueso unos exaltados versos en que decía: «… El porvenir a nadie pertenece,/Los puentes saltan, el cañón detona…/Al martirio corramos, a la gloria,/Por nuestra independencia o por la muerte».
Angiolillo se hospedó en el balneario de Santa Águeda, cerca de San Sebastián, donde el español estaba en «cura de aguas sulfurosas»; se hizo pasar por un escritor y, el 8 de agosto de 1897, mientras Cánovas leía un periódico en un corredor que daba al jardín, le disparó en la sien. En un Consejo de Guerra condenaron al asesino que fue agarrotado enseguida. A los anarquistas cubanos los expulsaron de Francia, y por poco también al médico puertorriqueño, ya con 70 años de edad. Weyler escribió en sus Memorias sobre la desaparición de quien había sido su protector y amigo: «Al anochecer recibí un telegrama de La Habana transmitiéndome otro de Madrid, en que se me noticiaba el asesinato del Presidente del Gobierno, D. Antonio Cánovas del Castillo, consiguiendo por este medio la victoria los Estados Unidos y los insurrectos que, hasta entonces, no habían logrado, ni era probable que lograsen, por las armas ni por la diplomacia ante aquella voluntad de hierro y aquel envidiable talento…»
Colonialismo, nacionalismo e imperialismo
Como se esperaba, la muerte de Cánovas provocó el relevo de Weyler, con quien habían colaborado los autonomistas, en particular desde la llamada Junta de Defensa. Ya en Cuba eran bien conocidos su carácter sanguinario y su crueldad: buenas pruebas había dado en Oriente, en 1868, como jefe del Batallón de Cazadores de Valmaseda, y en Puerto Príncipe, cuando la muerte de Ignacio Agramonte; y era, como dijo Martínez Campos, la persona indicada para la campaña que se iba a implantar en Cuba: su ferocidad había sido probada contra los carlistas en España, contra los tagalos en Filipinas y contra los anarquistas en Cataluña. Pero, a pesar de tales antecedentes, la plana mayor del autonomismo lo fue a saludar al palacio a su llegada, el 11 de febrero de 1896; según el periódico El País, el vocero autonomista, en aquella visita le hablaron de «su identificación total con la política que iba a estrenar en Cuba…», y añadía el Editorial: «Las manifestaciones del general Weyler en sus sobresalientes alocuciones bastan para señalar hasta cierto punto el derrotero que debe seguirse, y que seguirá la Junta sin necesidad de nuevo esfuerzo, porque así lo viene haciendo desde la suspensión de las garantías constitucionales…»
A Weyler lo sustituyó el general Ramón Blanco. Llegó a Cuba en octubre de 1897 con la Constitución autonómica, tan menguada como tardía. En el Repertorio Colombiano escribió Rafael María Merchán, delegado en Bogotá del Partido Revolucionario Cubano: «Dice un proverbio español que ‘hace siempre el necio al fin lo que el discreto al principio’, y en ninguna circunstancia se le ha podido aplicar con tanta propiedad como en ésta del planteamiento de la autonomía en Cuba. Algunos años atrás esa medida hubiera, quizás, prevenido la guerra actual, pero hoy ya es muy tarde: Cuba no la quiere, y hace bien en no quererla…»
La Constitución era un ardid de España para ganar prestigio a escala internacional, y para confundir a los cubanos y aplacar a los insurrectos. Se aprovechaba de la mejor tradición reformista, de principios de siglo, cuando se redactaron los proyectos constitucionales y las instrucciones de José Agustín Caballero, de Félix Varela y de Claudio Zequeira. Los españoles podían decir que en ese texto se renunciaba al colonialismo que había traído la ruina del país, y que entonces, en un proceso de rectificación, se iba a un proyecto cubano. Era aprovecharse de la aspiración de aquellos patriotas para encubrir la trampa: no hacer cambios mayores y mantenerse el poder. Podía parecer que el absolutismo, confesando su error, cedía para que el espíritu nacionalista, con Varela, entrara a regir el país.
El gobierno de Madrid se sintió obligado a la farsa: el mundo miraba con espanto a Cuba arruinada por un sistema cruel, insuficiente y obsoleto. Por sus intereses, y más por la vieja aspiración anexionista que por sentimientos humanitarios, los Estados Unidos le habían hecho saber a España la necesidad de cambiar su política en la colonia. A principios de 1897, aún en la administración de Cleveland, el Secretario de Estado le preguntaba al representante español en Washington: «¿No sería prudente modificar esa política y acompañar la aplicación de la fuerza militar con una declaración de cambios que se proponen en la administración de la isla, con el objeto de suprimir todo justo motivo de queja? » Y en el Mensaje presidencial de ese año se lee: «Todo parece indicar que si España ofreciese a Cuba una verdadera autonomía, esto es una manera de gobierno propio… habría motivo justificado para creer que la pacificación de la isla pudiese realizarse sobre esta base…» Dos meses después España dio a conocer el sumario de la Constitución, la cual firmó en noviembre la Reina Regente y fue jurada por el Consejo autonómico en La Habana el 1º de enero de 1898.
El gobierno americano pareció conformarse: en su primer Mensaje al Congreso, McKinley se negó a reconocer la beligerancia de los insurrectos, la que consideraba «imprudente en la actualidad, e inadmisible por lo mismo.»; y añadía: «…Honradamente debemos a España y a nuestras amistosas relaciones con esa nación el darle una oportunidad razonable para realizar sus esperanzas y probar la pretendida eficacia del nuevo orden de cosas…» Pero muy pronto comprendió McKinley que la «oportunidad» no se la estaba dando a España ni al «nuevo orden de cosas», sino a la insurrección, y el triunfo de los mambises no convenía a sus planes imperialistas. Si durante los horrores de Weyler, cuando murieron docenas de miles de víctimas inocentes, las autoridades americanas pudieron controlar sus impulsos humanitarios y mantenerse lejos del conflicto, cabe preguntarse por qué quisieron entrar en él cuando gobernaba con cierta compasión y prudencia Ramón Blanco, cuando España estaba agotada, y los cubanos, con un respetable gobierno y, desde octubre del año anterior, con una Constitución aún más civilista que la de Jimaguayú, estaban cerca de la independencia. La derrota española era evidente, como afirmó el almirante Pascual Cervera en carta al jefe de su gobierno el 26 de febrero de 1898; le decía: «…Hoy va el oficio que le anuncié ayer; tristes y desconsoladoras son las conclusiones, pero, ¿estamos en el caso de hacernos ilusiones?…. Y todo por defender una isla que fue nuestra; porque aun cuando no la perdiésemos de derecho con la guerra, la tenemos perdida de hecho…»
Alegando protección de sus intereses, por un motín que produjo sólo una víctima, hacía un mes que el presidente McKinley había hecho entrar el acorazado Maine en el puerto de La Habana. Era una provocación, y en la noche del 15 de febrero voló con 266 marinos a bordo.
La muerte de Cánovas aceleró el fin del dominio español en Cuba. La explosión del Maine le abrió las puertas al imperialismo americano. Martí sabía que el obstáculo único para detenerlo era la independencia: demorada ésta por el capricho y la ceguera política de España, y la ayuda que le prestó el autonomismo, se volvía a la pregunta de Martí a Gonzalo de Quesada: «Y una vez en Cuba los Estados Unidos, ¿quién los saca de ella…?»; y a la advertencia que le hizo al mismo corresponsal, también en aquellos días, en su conocido apotegma: «Cambiar de dueño no es ser libre».
«Los réprobos»
Con la retirada de Weyler, los cubanos quisieron darle una oportunidad a España para lograr la paz. El general Gómez, como Jefe del Ejército Libertador, le escribió una carta al recién llegado capitán general, Ramón Blanco, en la que le decía:
El tiempo ha pasado impávido, como pasa siempre por encima de todas las catástrofes; los hechos han justificado plenamente mis predicciones, y el general Weyler, después de haber ensangrentado inútilmente este suelo de una manera despiadada, y reducido todo a cenizas, dejando la guerra en pie, se retira para la Península con su espada rota por el fracaso. Y viene Ud. a sustituir a Weyler, pero a un hombre de las condiciones de Ud., lo mismo que lo hice con el general Campos, sí me atrevo a dirigirle las siguientes preguntas: ¿Con qué objeto y cuáles propósitos? ¿De exterminarnos? Es imposible, y el pretenderlo puede ser poco honroso para Ud. ¿De someternos? Es un absurdo y puede ser un ridículo para Ud. Nuestro credo está bien conocido y claro…. Bórrese de una vez para siempre el profundo abismo que separa a cubanos de españoles con el abrazo que implica el reconocimiento de la República en Cuba, y entonces se habrá firmado la paz eterna.
Convencido Blanco de que el gobierno autonómico que se iba a implantar en Cuba ahogaría la insurrección, y probando otra vez que con la tiranía española no había arreglo posible, y que sólo por la fuerza acabaría su dominación en la isla, le contestó al general Gómez:
España tiene de su parte el derecho y la razón; Ud. lo comprenderá sobradamente, y estoy seguro de que no ha de pretender nada que en lo más mínimo ofenda a su decoro ni vulnere aquel derecho; el abrazo de que Ud. habla entre cubanos y españoles está ya dado, bien estrechamente, con la autonomía que concede a Cuba todas las libertades. Lo que Cuba quería, la libertad ya la tiene; la independencia ni la desea ni le conviene tenerla por razones que Ud. conoce tanto como yo. La independencia de Cuba sería la señal de su esclavitud y de su muerte… Cuba es ya un pueblo libre, autónomo, que se gobierna a sí mismo como el Canadá o Australia, y nada más quiere ya, puesto que goza de todas la ventajas de la nacionalidad sin ninguno de los inconvenientes de la soberanía.
La Constitución autonómica que se implantó en Cuba debió ser discutida libremente por cubanos, después de un plebiscito, pero ésta que trajo el general Blanco vino hecha para que así tuvieran plena garantía los intereses de la metrópoli. Creaba un gobierno insular cuya autoridad máxima era el representante de Madrid, el cual tenía «el mando superior de todas las fuerzas armadas,» a quien le estaban «subordinadas todas las demás autoridades de la isla,» y vigilaba un limitado parlamento para que no se comprometiesen los intereses de la Corona o del Estado».
En el mismo número de Patria en el que se publicó una caricatura reproducida con el título de «El juramento; toma de posesión de las libreas», aparecen estos comentarios que reflejan el sentir cubano ante la nueva imposición de España.
El primero de enero será conmemorado en la historia de Cuba como el día de los réprobos. Ese día José María Gálvez, Rafael Montoro y Francisco Zayas se prestaron, motu proprio, a hacer el papel de comparsa, actuando como protagonistas del ridículo sainete representado en el palacio del capitán general de La Habana… Son ministros a sueldo del general Blanco, comprados por éste en su empeño inútil de prolongar algún tiempo más la moribunda dominación española en Cuba. Gálvez, Montoro, Zayas y Govín… son reos de lesa patria, con plena conciencia de su nefando crimen. Esos hombres se han tornado con cínica impudencia, por un puñado de oro, en lacayos, en serviles instrumentos del déspota español para que estén cubiertas groseramente las apariencias, y continúe gobernando a los cubanos con el látigo de la policía y la bayoneta del soldado. Bien conocen ellos, como el que más, el alcance de la ley jurada, bien saben que tras el miraje de pomposos títulos, la ley deja en esencia las cosas como estaban antes del 95…
A pesar de que el gobierno autonómico era una burla, la insurrección tomó medidas contra él porque sabía que, apoyados por el nuevo capitán general, y envalentonados por la Constitución, tratarían de debilitar el entusiasmo revolucionario. Estaba vigente la disposición para impedir las intrigas que tanto habían perjudicado los levantamientos de 1868 y de 1879: el viejo decreto de Spotorno; y la primera «Orden» de Antonio Maceo al desembarcar en Baracoa, que tenía el mismo propósito: en carta del 23 de abril de 1895 le decía a Bartolomé Masó: «… He juzgado conveniente manifestarle que, según Orden que ya debe de obrar en su poder, sea ahorcado todo emisario español o cubano que se presente con proposiciones de paz, sea cual fuere la jerarquía que tenga, y sin debilidades de ningún género, que yo cargo y asumo toda la responsabilidad histórica de la medida dictada…» Pero Máximo Gómez. en los días en que llegó a Cuba la Constitución autonómica, creyó conveniente dictar un «Bando» por el que se ordenaba la pena de muerte concretamente al que aceptara o propusiera el autonomismo. Fue por ese motivo que, cuando se presentó ante el joven coronel Néstor Aranguren su antiguo compañero de trabajo, el español Joaquín Ruiz y Ruiz, el 13 de diciembre de 1897, proponiéndole que se uniera al partido autonomista, le formaron Consejo de Guerra y lo fusilaron junto a los dos prácticos que habían ido con él al campo insurrecto. Y, tiempo después, el capitán José Zúñiga tuvo que ejecutar a cuatro de sus superiores —dos tenientes coroneles y dos comandantes— de la Brigada Cienfuegos, porque «intentaban presentarse al enemigo acogiéndose a la autonomía», según se lee en el Acta del 19 de abril de 1898, del Consejo de Gobierno, reunido en Camagüey. Cuatro días más tarde firmó Calixto García una «Circular» que por su parte ordenaba: «Cualquier comisión del Partido Autonomista que se le presente, será reducida a prisión, y si se atreviese a iniciar transacción de cualquier clase con España, aplicará Ud. la Ley que contra los traidores ha dado nuestro gobierno». Así, cuando a Eliseo Giberga, diputado del Consejo autonomista, se le ocurrió crear una comisión para invitar a los rebeldes a que participaran con ellos en el gobierno, se le informó de la justicia mambisa y abandonó el proyecto. Pero no conformes con esas pruebas de la rectitud del separatismo, los autonomistas iniciaron otras gestiones, éstas desde España: en una carta de Anita Betancourt viuda de Mora a su sobrino, Gonzalo de Quesada, le cuenta que Govín y Giberga habían reunido 2 millones de pesos con la ayuda del político español José Canalejas para, entre otros, sobornarlo a él y a Benjamín Guerra, en Nueva York, y a Máximo Gómez y a Calixto García, en Cuba; le escribe: «Canalejas se propone comprar [subrayado en el original], como suena, a algunos de los miembros de la Junta de N. York y de otros centros revolucionarios, y a Jefes de los que están en armas. Una vez hecha la capitulación de conciencia y dignidad, dar una falsa autonomía, y que todo siga como estaba antes de la guerra…»
El desastre
Los españoles, que veían venir el conflicto con los Estados Unidos, utilizaban la amenaza yanqui como maniobra política para sobrevivir. El 20 de marzo de 1898 Ramón Blanco tuvo la osadía de escribirle al general Gómez pidiéndole ayuda para luchar contra los norteamericanos; en esa carta le decía: «No puede ocultarse a Ud. que el problema cubano ha cambiado radicalmente. Españoles y cubanos nos encontramos ahora frente a un extranjero de distinta raza, de tendencia naturalmente absorbente…. Ha llegado, por lo tanto, el momento supremo en que olvidemos nuestras pasadas diferencias y en que unidos cubanos y españoles para nuestra propia defensa, rechacemos al invasor… Por estas razones, general, propongo a Ud. hacer una alianza de ambos ejércitos en la ciudad de Santa Clara. Los cubanos recibirán las armas del ejército español, y al grito de Viva España y Viva Cuba, rechazaremos al invasor y libraremos de un yugo extranjero a los descendientes de un mismo pueblo…» Indignado, y con toda razón, le contestó Máximo Gómez: «Me asombra su atrevimiento al proponerme otra vez términos de paz, cuando sabe que cubanos y españoles jamás pueden vivir en paz, en monarquía vieja y desacreditada, y nosotros combatimos por un principio americano, el mismo de Bolívar y Washington… Por el presente sólo tengo que repetirle que es muy tarde para inteligencias entre su ejército y el mío…»
Fracasada esa gestión de Blanco, al mes siguiente los autonomistas le pidieron al gobierno norteamericano que los protegiera: José María Gálvez le escribió a McKinley «… Si hay cubanos levantados en armas, los hay también, que aceptan la autonomía, estando resueltos a trabajar con empeño bajo esa forma de gobierno para restablecer la paz y la prosperidad del país… El gobierno autonómico de Cuba espera que el presidente de los Estados Unidos, fiel a las nobles tradiciones de la gran República norteamericana, guardará a los derechos del pueblo cubano la consideración y el respeto debidos en justicia, oponiéndose a que la violencia prevalezca; y espera también que contribuirá con su acción poderosa a que se restablezca la paz en Cuba bajo la soberanía de la Madre Patria y con el Gobierno Autonómico…»
Derrotada España, el 1º de enero de 1899 retiró de La Habana sus ultimas tropas. Entre salvas y cañonazos se izó la bandera de los Estados Unidos en el Morro y en las demás fortalezas de la ciudad, señalando el fin de su dominación. Años después así describió aquel día Ricardo del Monte, lamentándose aún del fracaso de su partido autonomista: «Alegres y abigarradas muchedumbres recorrían estrepitosamente las calles, entonando patrióticos vivas y estridentes gritos, que estremecían la atmósfera. Y entre los gritos… se escuchó el salvaje clamoreo: ‘¡Montoro, a la guásima! ¡A la guásima, Gálvez!’»
Epílogo
No había tenido Cuba la fortuna de salir de su condición de colonia al tiempo que sus hermanas de América. Sólo entonces, y como medida provisional, pudo ser excusable esperar de la metrópoli lo que luego, de una España desacreditada y caduca, no fue más que cobardía. A los cubanos coloniales que lo defendieron debió el despotismo español sus últimos veinte años de vida, a la farsa a que se prestaron, que disimulaba la incapacidad y la mala fe de los gobernantes: de rémora del país pasaron a ser sus enemigos: se empieza dialogando con el delito y se termina de cómplice del crimen. Ya luego, como veneno, quedó en las venas de la nación el resentimiento de aquéllos que repugnaban de la libertad, y contra los que la habían logrado para Cuba. En la Asamblea que preparó la Constitución de 1901, al mes de aprobar la Enmienda Platt, se propuso por su secretario, Enrique Villuendas, que los miembros de aquel cuerpo le asignaran una modesta pensión a la «desvalida y anciana madre del heroico José Martí; al llegar el proyecto a manos de Eliseo Giberga, que había sido uno de los más agresivos y fervientes autonomistas, le preguntó a Villuendas: «¿Esta suscripción es para una persona desvalida, o para la madre de José Martí?» Y, sin esperar respuesta, añadió: «Porque si la suscripción que se lleva a cabo para esa señora se hace como madre de José Martí, yo no podré figurar en ella, pues para mí Martí fue un hombre funesto, y su nombre será execrado por la Historia».
La presencia de los Estados Unidos en Cuba ahogó la justicia de la revolución, que hubiera sido necesaria, si no para castigo de los que colaboraron con la tiranía española, porque toda victoria debe de ser siempre generosa, para escarmiento de las futuras generaciones que pudieran extraviarse por similares caminos. La muerte de los grandes cubanos que habían hecho posible la independencia contribuyó a que pudieran seguir haciéndole daño sus enemigos. Martí, Maceo o Calixto García hubieran contenido su influencia, de la misma manera que quizás hubieran limitado, o hecho innecesaria, la ocupación del país por los americanos. No estaba aún decidido el rumbo de la nación, y los antiguos autonomistas seguían porfiando para limitarle la soberanía: en su periódico El Nuevo País publicaron este juicio: «Cuba no está preparada para la independencia absoluta. Es necesario establecer la paz con procedimientos conservadores y evolucionistas. No se debe de ir sin transición al gobierno independiente, sino de modo lento y gradual, capaz de formar en los cubanos hábitos de gobierno y de servirles de educación política…»
Algunos críticos e historiadores han juzgado el autonomismo sin la rigidez de que se hizo acreedor, o han repetido juicios favorables fuera de contexto, o de dudoso origen, sobre sus actos. Es que no apreciaron el daño que causó demorar la independencia, y, menos aún, el daño que por esa demora sufrió la República. En ciertos momentos pudo hasta parecer que los autonomistas habían acertado, que en verdad el país no estaba listo para gobernarse: ahora se ve que no era la razón lo que tenían, sino la culpa. Sí, su propaganda hizo más evidente la maldad y la torpeza del gobierno de la colonia, pero con su desconfianza y con sus dudas sembraron el pesimismo y la apatía en el alma nacional. No le era fácil al pueblo entender cómo aquellos hombres, algunos de los cuales hacían sólidas contribuciones a la cultura, podían preferir a los que durante cuatro siglos les vejaron y escarnecieron su tierra sobre los que, con el sacrificio de sus vidas, les iban a alzar la patria al más alto nivel de las naciones civilizadas.
La severidad de Martí al enjuiciar a los autonomistas, su intransigencia ante el pensamiento y la actuación de esos hombres, sólo podía entenderse siguiéndoles los pasos, como aquí se ha hecho, hasta las puertas mismas de la República. El genio político de Martí, igual que toda actividad genial, consistió en adelantarse a su tiempo, y fue esa adivinación del futuro la que le dio solidez al juicio para convertirlo en líder: él vio que la soberbia de España y la servidumbre en que había vivido su país, hacían inevitable la guerra, que lo propio era ordenarla para que llevara dentro, sana, la República; él vio al cubano no redimido en oposición a la tiranía, al que se detuvo en sus promesas, prostituirse luego en su ayuda y servicio; él vio que, sin un rápido triunfo de la insurrección, se convertiría en realidad el juramento español de dejar la isla convertida en cenizas, sobre las que sería muy difícil construir un pueblo, y que por esas cenizas podría parecer no sólo justificable sino hasta necesaria la intervención de los Estados Unidos; él vio al imperialismo americano desde su desmesurada cuna poner las manos en su patria, donde hacía un siglo tenía ya puestos los ojos; él vio el consorcio de los anexionistas y de numerosos españoles y viejos autonomistas, todos los que creían al cubano incapaz de gobierno, empujar al país hacia un materialismo y un pragmatismo que cada vez lo alejaban más del ideal que lo había forjado; él vio los valores revolucionarios, deslucidos e inseguros por la incautación del triunfo, descomponerse en la impotencia o en el pecado para quedar poco más que de reliquia en el gobierno y de liturgia en las ceremonias oficiales; él vio que de aquella siembra infeliz iban a nacer el desengaño y la ira, y de éstos la inmoralidad y la injusticia, y hasta el extravío de hoy: la usurpación, el colonialismo, la crueldad, la demagogia, la mentira y el crimen: aberración de los lodos que arrastraba desde su origen la República; él vio, por fin, quizás, también a un siglo de su prédica, que el cubano, en funesto presagio, no había aprendido aún dónde acaba el «arte político», con el que se puede «plegar y moldear», y dónde empiezan «las ideas esenciales de dignidad y libertad,» con las que se debe ser, como enseñó su lección de patriotismo,»espinudo, como un erizo, y recto, como un pino».
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Carlos Ripoll salió exiliado de su patria, Cuba, en 1960. Profesor Emérito de Queens College, de la City University of New York, el Dr. Ripoll es autor de varios libros y artículos sobre José Martí, además de otros sobre las letras, la historia y la política de Hispanoamérica. Carlos Ripoll murió en Miami, se suicidó de un disparo en la cabeza. Paz a su alma, maestro.